Opinión
Ver día anteriorViernes 2 de octubre de 2009Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Mitos chinos
D

ecía Joseph Campbell, el estadunidense erudito en religiones y fábulas, que los mitos son sueños públicos y los sueños mitos privados. Sin embargo, es extraño encontrar una historia donde la intersección entre el sueño público y el mito privado se compagine de manera íntima. Aún más extraño quizá sea tropezarse con un caso donde la realidad termine por apoderarse de este umbral y convierta en hecho lo que un día fue fantasía.

La República Popular China justamente habita en esa intersección con alcances que responden a los delirios privados de Mao Tse Tung, pero cuya fuerza proviene de la intensidad del pueblo chino para darle forma pública al mito privado y, finalmente, de una realidad asombrosa que, con millones de muertos a cuestas, fue capaz de reinventar el sueño y convertirlo en milagro (imposible pensar que no es un milagro el hecho de que, en tan sólo 30 años, 400 millones de chinos superaran la línea de pobreza).

Así pues, esta es una historia que se inició en 1921, cuando se fundó el Partido Comunista Chino, pero que adquirió su halo heroico a lo largo de los 28 años que duró la guerra entre los comunistas y el Partido Nacionalista de Chian Kai Shek, lo que incluye la resistencia con la ocupación japonesa. Fue en este periodo que Mao Tse Tung realizó su larga marcha para consagrar su poder, primero, como líder indiscutible del movimiento de izquierda en China y, después, como padre de la RPC.

Con cada victoria, pero sobre todo con una incansable capacidad para recuperarse de las derrotas, Mao fue apropiándose del imaginario colectivo. El hombre se transformó en el símbolo que definía la esencia de los males y los remedios de la nación: frente al imperialismo extranjero, Mao se proyectaba como el gran nacionalista; frente a la corrupción del bando nacionalista, Mao aparecía como el líder de un movimiento guerrillero disciplinado que sancionaba severamente el abuso y el robo; frente a la brecha insultante entre ricos y pobres, Mao era un especie de pater familias que, en medio de la guerra, entrenaba brigadas de soldados cuya labor no era únicamente luchar, sino también alfabetizar.

Ése fue el Mao admirado por todos, incluso por aquellos que lo odiaban. Su mito personal de buscar grandeza para él y para China encontró eco en el anhelo social de terminar con un siglo de invasiones extranjeras y de divisiones internas, pero lo que a fin de cuentas lo inmortalizó fue que, frente a la enormidad de los retos –desde 1911 no existía poder central en China, la corrupción era endémica, muy endeble la esperanza de vida y, todavía en 1945, por el flujo de dólares estadunidenses, el poder financiero y militar del Partido Nacionalista era tres veces el de los comunistas– Mao tuvo la fuerza necesaria para imponer su visión. Fue esta aura de autoridad la que, a lo largo de casi tres décadas, le dio al guerrillero chino el capital político necesario para que el país entero compartiera sus sueños, sin importar lo absurdos que fueran.

Sus aciertos fueron comparables únicamente a sus derrotas. A finales de la década de los 50, lanzó su Gran Salto hacia Adelante cuyo propósito era construir la base industrial china, pero que tuvo como resultado la muerte de 20 millones de personas (algunos estudios ponen la cifra en 40 millones). Menos de una década después, se embarcó en la barbarie de la Revolución Cultural donde movilizó a niños y jóvenes para golpear al Partido que él mismo había creado. La pérdida fue inconmensurable. Más allá de las humillaciones públicas a intelectuales y maestros, del asesinato de políticos, el costo del último movimiento de masas organizado por Mao fue la pérdida de una generación entera que, por 10 años, no tuvo acceso a ninguna educación que no fuera el Libro Rojo.

De aquí, precisamente, la grandeza del milagro económico que inició Deng Xiaoping. El minotauro chino –parte bestia política, parte sabio económico– caminó fuera del laberinto maoísta para dibujar algunas de las estadísticas más alentadoras de la historia y, ahora que China festeja su 60 aniversario, aprovecha la fecha para revisar su pasado y tomar del hilo de su historia únicamente aquellas hebras que le ayuden a definir su identidad. Se trata, pues, de reinventar el mito y también a la persona que lo soñó.

Con esto en mente, el gobierno chino financió una película que cuenta cómo y quién estableció la República Popular China. Jian guo da ye, es una narración romántica sobre el periodo de 1945 a 1949, que deja en claro la preferencia del régimen por mantener a Mao Tse Tung como padre de la patria. Pero, en contraste con el pasado, quita el énfasis de la lucha ideológica. De acuerdo con el nuevo recuento, la lucha entre comunistas y nacionalistas fue secundaria ante las amenazas de la corrupción y el separatismo.

Hoy como ayer estos parecen ser los nuevos enemigos de la República y, más allá antídoto del civismo chato que ofrece la película, quizá, esta vez, sea mejor concentrase en los logros económicos.

¿Qué mejor alquimia para transformar las conciencias que esta realidad?