Editorial

La historia de la educación es casi tan antigua como la historia humana; la educación es un asunto que desde siempre ha inquietado, porque compartir lo que se sabe conlleva no sólo ventajas, sino alguno que otro riesgo. Ya desde la época de los faraones en Egipto, a los escribas les preocupaba la difusión de la escritura fonética, pues temían que el aprendizaje generalizado de la lectura y la escritura limitase su poder e influencia.

Más adelante, cuando la iglesia hizo su aparición en la educación, se enfrentó a un dilema; por una parte era innegable que para poder transmitir el conocimiento (y con ello conservar la doctrina) era necesario enseñar a leer y a escribir; por otro, sabían bien que todo conocimiento “es peligroso porque aleja de Dios”. El dilema fue resuelto de manera magistral, porque la solución permanece hasta nuestros días en la noción de dogma (creencia que no admite réplica), permitiendo que no se pierda la actitud de sumisión necesaria para que el poder siga en manos de quien lo tiene.

Desde hace más de cinco siglos, los intentos por hacer de la educación un instrumento para la justicia y la libertad de los seres humanos han sido constantes: en el Renacimiento, Jan Amos Comenio, con su Didáctica Magna, propuso “una educación para todos”; años después, en la Ilustración se defiende y difunde la idea de que la verdadera democracia sólo será posible si todos los ciudadanos tienen las mismas oportunidades, y para ello la educación debe ser pública y gratuita. Un siglo después, la Escuela Moderna incorpora en esta discusión el tema de una escuela igual para todos; es decir, que se eliminen las diferencias entre escuela pública y privada para conseguir que realmente todos tengan las mismas oportunidades, y romper así con el ciclo reproductor de injusticia y sumisión que la institución escolar alimentaba.

Desde la Edad Media, la Iglesia encontró una brillante solución para aquello que preocupaba a los escribas y que hasta nuestros días sigue siendo la herramienta compartida por quienes están convencidos –como entonces– de la importancia de mantener la doctrina, pero no sólo en los temas religiosos, también en lo histórico, en lo social, en lo económico… y, ¡cómo no!, el aliado ideal es la educación.

¿Sabemos realmente cuál es la razón para incorporar o eliminar contenidos en los planes de estudio?, ¿cuántos y cuáles de esos contenidos han demostrado su utilidad en nuestras vidas?, ¿por qué continúan en los programas de estudios?

Intentemos dar respuesta a estas preguntas reconociendo al mismo tiempo que lo no escrito en los planes y programas, pero que atraviesa toda la experiencia escolar desde sus inicios, consiste en aprender lo que otro sabe de la misma manera que lo sabe, sin pensar más en ello; lo que nos lleva invariablemente a la aceptación de que el conocimiento es algo exterior; es decir, a percibirlo precisamente como dogma y no como producto de la propia investigación y construcción que nos abre a la posibilidad de comprender lo que sucede y de transformar la realidad.

Ésta es una más de las razones por las que la educación puede y debe ser asunto de todos.

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