Opinión
Ver día anteriorSábado 3 de octubre de 2009Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Las comisiones legislativas
D

e la reciente distribución de presidencias de comisiones legislativas en la Cámara de Diputados, lo que causó cierto revuelo en los mentideros de la política de abajo, la del chismerío tradicional, donde lo importante se soslaya y se abunda en lo superficial, fue la imposición de la diputada panista Gabriela Cuevas en la Comisión del Distrito Federal, que por tradición y por lógica política correspondería al PRD, que gobierna la entidad capitalina y en donde cuenta con amplia mayoría.

El hecho revela dos realidades políticas: una, la intención de los poderosos del país es tornar nuestro sistema político plural en otro bipartidista, en el que el PRI y el PAN, cada vez más parecidos, dejen fuera de los órganos del estado a cualquier otra organización política.

La otra es que la institución parlamentaria sigue perdida en los laberintos de juegos de posiciones, de influencias y de controles y se olvidan deliberadamente los principios fundamentales del Poder Legislativo, que son la libertad de los legisladores y su autonomía para tomar decisiones.

Los diputados, según la Constitución y según la teoría parlamentaria, son representantes de la nación, no de sus partidos ni de sus grupos políticos ni de sus entidades geográficas, mucho menos de sus gobernadores. La nación, según la ha definido la Corte, no es sólo un pueblo que comparte una cultura, es el Estado Mexicano mismo, del que formamos parte todos y que tiene un fin superior y un destino a los que deben someterse los intereses particulares.

Por el principio de igualdad, todos los diputados tiene un mismo peso político en el cuerpo colegiado; todos los integrantes de la Cámara de Diputados son iguales en tanto que ningún voto vale más que otro y en tanto que la función esencial del legislador, que es votar con libertad, no pueda ser forzada o constreñida por nada ni por nadie.

Ese es el deber ser de la institución; la perversión de esa realidad, la forma de destruir la esencia del corazón de un estado democrático de derecho, que es su parlamento, ha consistido en destruir, en la práctica, la igualdad de los legisladores y aplicar mecanismos diversos para coaccionar y corromper la voluntad de los legisladores; se han hecho cotidianos, lamentablemente, la compra de votos, el cabildeo corruptor, los acuerdos cupulares y las negociaciones que no podrían hacerse a la luz pública.

Esto ha sido posible, en parte, porque se maneja un presupuesto gigantesco para distribuir el dinero del Congreso de mil maneras, encaminadas a destruir los principios de igualdad y de libertad plena de los legisladores. En la práctica, no son todos iguales, unos tienen más colaboradores que otros, autos, grandes oficinas y principalmente, más presupuesto a su disposición según la comisión que les haya tocado en suerte.

Las comisiones sirven para facilitar el trabajo legislativo, se llaman de dictamen, porque en la división del trabajo, alguien debe elaborar el documento que se discutirá en el pleno, pero se han convertido en entidades políticas casi autónomas, que negocian por su cuenta fuera y dentro del recinto.

Todo esto ha hecho que el Congreso, como institución angular de la democracia representativa, se haya pervertido y contaminado; una institución así da pie a que, como lo hizo Andrés Manuel López Obrador, se le mande al diablo.

Es recomendable, a los legisladores bien intencionados, que no se ocupen tanto de si queda o no doña Gabriela en tal comisión o don Juan de las Cuerdas en tal otra; los diputados comprometidos con la gente, los que quieran servir a la nación, que sigan haciéndolo muy bien en la tribuna, en las comparecencias de los funcionarios y en los debates en comisiones, como lo han hecho, pero que tengan muy claro que lo importante está afuera, con la gente, buscando una nueva República, formada por los ciudadanos, sin depender tanto de los partidos, de sus negociaciones y sus acuerdos convenencieros.