Diciembre en un andén. De vuelta a casa,
aguardo la llegada y la salida
de un tren que ha de llenar el túnel de humo,
las bóvedas de hierro con estruendo.
No hay nadie, o casi nadie, salvo un hombre
taciturno sentado a pocos metros,
que pela una naranja con las uñas
y recita las “Coplas a la muerte
de su padre.” Las dice en voz muy baja,
pero alcanzo a escuchar algunas líneas
endurecidas ya de tanto oírlas
en labios del temor, cuando era joven
el mundo y otra piel me levantaba
al tacto de un destello. A estas alturas
de la noche no soy distinto a él,
que viaja a una ciudad que desconoce
la oscura procedencia de mis pasos.
Subiremos al último convoy
que pasará o partió quién sabe cuándo.
Debe tener mi edad, o yo la suya,
y un mismo agotamiento compartido
por la luz fluorescente de las lámparas
y la sombra que somos. Las estrofas
salen de mi memoria hasta su boca
igual a una casida en las arenas
cambiantes de lugar y no de sitio.
El hombre se incorpora, mira el fondo
metálico del viento contra el frío
que corre paralelo y se interroga:
“otros tiempos pasados ¿cómo se hubo?”
Con el sol diminuto entre las yemas
regresa hasta la banca, resignado
a morder las semillas de unos versos
y seguir en espera del que, acaso,
quedó en otra estación y en otra época
de cáscaras amargas por el suelo. |