Opinión
Ver día anteriorDomingo 25 de octubre de 2009Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Ley migratoria
E

ntre los migrantes mexicanos que radican en Estados Unidos se dio un cambio cultural fundamental. El mexicano era el grupo más reacio a naturalizarse, mientras los argentinos, peruanos, salvadoreños y tantos otros aprovechaban la primera oportunidad que tenían enfrente. El cambio se dio propiamente a fines del siglo XX, después de rechazar sistemáticamente de manera amable, agria o enfática las ofertas o posibilidades de naturalización.

En el libro Mexicanos en Chicago, diario de campo de Robert Redfield, 1924-1925, recientemente publicado, se da cuenta de esta reticencia ancestral y de un nacionalismo muy marcado: “los polacos siempre fingen que son americanos, se avergüenzan de ser polacos. Dicen que son alemanes o americanos. Una noche, en la escuela el profesor dijo que los pueblos que formaban Norteamérica eran Canadá, Estados Unidos y México. ¡Debería haber visto a los polacos que estaban alrededor! ¿Qué: los mexicanos son americanos? A los polacos les dan buenos trabajos, los mexicanos tienen que hacer todos los trabajos sucios. Le pregunté por qué. Uno de ellos dijo: yo creo que es porque los mexicanos no se quedan aquí”. En efecto, la permanencia definitiva termina en integración y culmina con la naturalización. No era el caso de los mexicanos de aquellos tiempos.

Tuvo que pasar un siglo para que se diera este cambio y un cambio en patrón migratorio que se dio después de la reforma migratoria de 1986 (IRCA) que legalizó a 2.3 millones de mexicanos indocumentados. En otros tiempos, con tener la tarjeta verde hubiera bastado, pero durante la década del 90 se desató el nativismo antinmigrante y resultaba mucho más útil, práctico y conveniente tener la ciudadanía. Las cifras sobre naturalizaciones de mexicanos eran bajas y estables durante los años 80, pero empezaron a dispararse a comienzos de los 90 y llegan a su máximo en 1996. Ni bien pasaron los cinco años reglamentarios los mexicanos que habían obtenido su residencia en 1987 empezaron a solicitar el cambio de nacionalidad. Por añadidura, en 1996 la administración Clinton promulgó una ley que ponía en clara desventaja a los indocumentados, pero también a los residentes. Para tener plenos derechos y prestaciones sociales en Estados Unidos se requiere de la ciudadanía. Con este aliciente, el proceso siguió adelante, entre 1995 y 2005 las naturalizaciones de mexicanos crecieron 144 por ciento.

Este cambio fue acompañado en México por una valiente y generosa legislación que les permite a los mexicanos adquirir otra nacionalidad sin perder la mexicana, y recuperarla en caso de haberla perdido con anterioridad. Posteriormente, y después de varias décadas de lucha y movilización, los mexicanos en el exterior consiguieron otro gran logro: la posibilidad de votar en las elecciones presidenciales.

La obtención de la doble nacionalidad y de la doble ciudadanía, como popularmente se les llama, fueron logros que costaron muchos años, trabajo y esfuerzo. La doble nacionalidad era impugnada por un coro de voces que tildaban de traidores de la patria a los emigrados y prevenían de los graves peligros que esa medida podría tener para la nación, la sociedad, la cultura y la integridad del territorio. El voto remoto, a su vez, fue cuestionado de injerencista y de proporcionarle derechos políticos a los extranjeros. Ambas leyes, si bien necesitan ajustarse, han sido fundamentales para estrechar los lazos políticos, sociales y culturales entre un mismo pueblo dividido por una amplia y cada vez más peligrosa frontera.

Hoy en día se discute una nueva ley migratoria y un nuevo programa nacional de migración. La ley de población data de 1974 y fue un avance notable en cuanto a resolver el problema de aquellos años, la sobrepoblación. Pero en pocos años se nos acaba el bono demográfico y el tema y problema que tenemos que afrontar es el de la migración en sentido integral, que comprenda la emigración, el tránsito, la inmigración y el retorno. La tarea no es fácil, se trata de afrontar una nueva realidad, y para ello se requiere de una nueva ley. Los parches, adecuaciones y reformas no son suficientes. La ley migratoria debe partir de dos premisas: somos un país de emigrantes, con más de 12.7 millones de mexicanos viviendo en otro país. Al mismo tiempo, somos un país marcadamente cerrado hacia el exterior. Le exigimos visa a más de 150 países y los extranjeros, según estimaciones recientes del Inami sólo son 0.3 por ciento. Nunca la población extranjera en México ha rebasado el 0.5 por ciento.

La nueva ley, además de ser integral se propone ser congruente. Como mexicanos exigimos respeto para nuestros connacionales en el extranjero, por tanto debemos aplicar los mismos criterios y otorgar los mismos derechos a los extranjeros que residen, transitan o viajan en el país. Las leyes y disposiciones migratorias mexicanas no sólo son obsoletas, improcedentes y contradictorias, muchas de ellas son absurdas. Un México moderno requiere de puertas abiertas, de trámites expeditos, de criterios amplios y de medidas de seguridad efectivas. Para lograrlo se requiere de un cambio de mentalidad, de una nueva cultura, que no estigmatice al extranjero y que lo vea como importante para el desarrollo económico, social y cultural. Los mexicanos del otro lado ya dieron el paso, ahora nos toca a nosotros.