Opinión
Ver día anteriorJueves 29 de octubre de 2009Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Privatización eléctrica (reforma mal hecha)
E

n la medida que va conociéndose la situación real de Luz y Fuerza del Centro (LFC), extinta por decreto presidencial, se confirma la intransferible participación de las sucesivas administraciones en la gestación de lo que ahora se considera la crisis irreversible de la empresa. Conviene no olvidar que dicha responsabilidad no es arbitraria, pues está fijada por la ley y abarca el funcionamiento general, así como los detalles técnicos, gerenciales y laborales. Como la intención obvia es culpar a la organización sindical (en especial al contrato colectivo vigente) como causa de todos los males posibles, la campaña negativa se ha cuidado de no mencionar siquiera los nombres de los funcionarios que hasta apenas hace unas semanas figuraban como máximos directivos de LFC, suscribían convenios y acordaban las políticas a seguir. Así, junto con la extinción, el gobierno pasó a liquidar la historia reciente de la empresa pública, al grado de prohibir la divulgación de las informaciones que retiene en su poder. No obstante, la documentación publicada por La Jornada ofrece la radiografía de una crisis que viene de muy lejos, montada sobre el carro de la reforma (mínima en el papel estructural en sus consecuencias) a la Ley del Servicio Público de Electricidad, la cual se pasó por alto la Constitución para abrir una rendija a la generación y venta de los excedentes de electricidad por parte de los particulares.

Y es que, más allá de los pretextos en torno a los privilegios sindicales o la denuncia de gravosos pasivos laborales, los datos confirman hasta qué punto la elección del modelo privatizador, asumido como aspiración y guía general de la política económica gubernamental, se concretó en el tortuoso desmantelamiento de las empresas públicas, aprovechando los resquicios creados por las legislaciones secundarias a contrapelo de la Constitución, en clara violación al estado de derecho siempre en boca de los gobernantes.

Para ajustarlas a las conveniencias de un mercado eléctrico creado artificialmente, las autoridades propiciaron prácticas operativas cuyo fin ulterior no podía ser otro que demostrar la superioridad de la empresa privada. La ideología sataniza a la propiedad estatal como fuente de todo mal y obliga al gobernante a rendirse al mercado, pero a ese fin contribuyen el desorden y la corrupción que genéricamente se achacan a la propiedad estatal, cuando lo corriente es que bajo la apariencia de una mala administración suele ocultarse un entramado de intereses ilegítimos.

En el caso de la energía eléctrica es obvio que nunca hubo un intento serio de reformar al sector público en el marco dictado por la Constitución, es decir, para asegurar que el servicio (incluida la generación, distribución y venta) siguiera siendo atribución exclusiva del Estado. Las cosas se hicieron para que al final del día se justificara la entrada (¡salvadora!) de los capitales privados aun a costa de caminar por la ruta de la más flagrante ilegalidad. El objetivo de la política oficial resultó tan obvio como irresponsable: reventar a las empresas públicas para favorecer la participación privada en el mercado eléctrico (y ahora en las telecomunicaciones a él asociadas).

Nunca, desde los días de la Tendencia Democrática de Rafael Galván, volvió a ponerse sobre la mesa del debate nacional una propuesta completa de integración de la industria que mantuviera en pie los lineamientos constitucionales. Hubo, sí, defensas memorables contra las pretensiones foxistas de entregar la electricidad; hay fuerte resistencia al desmantelamiento privatizador que Calderón impulsa desde que era secretario de Energía, pero se echa de menos una visión integradora acerca del futuro de la energía cuyo solo enunciado saca ronchas al poder y sus grandes apoyadores.

El error, si cabe la expresión, surge desde el comienzo, a través de la intentona de modernizar al país siguiendo la pauta de un modelo importado: la privatización, corazón de la revolución neoliberal, asentado en la fobia a la intervención del Estado, el culto al mercado y el desprecio a lo público. Aun cuando ese programa ha sido vapuleado por la crisis actual, el gobierno panista no tiene a la vista otro mejor. Ni siquiera se lo plantea como un problema digno de atención. Prefiere la ortodoxia, sin meditar, como ayer decía el economista R. Ramírez de la O, que las reformas estructurales por las que suspira Calderón ya tienen más de dos sexenios frenadas. En efecto, la primera generación de reformas hacia la globalización fue la de Carlos Salinas. Pero para que se pudieran continuar, tenían que estar bien hechas, generar mayor crecimiento y empleo y, con ello, el apoyo social espontáneo. Y ahí está el problema. Las reformas de Salinas no fueron las de Margaret Thatcher en Inglaterra, sino las de Boris Yeltsin en Rusia. En vez de crear mercados competitivos y reglas iguales para todos, sólo transfirieron empresas estatales a grandes grupos privados (El Universal).

Sencillamente, a pesar de sus aparentes victorias ideológicas, en México al menos la nueva religión fracasó en el intento de promover el crecimiento para disminuir la desigualdad. Pero no se aprende, y de nuevo el Presidente impulsa una reforma mal hecha, por sus objetivos, pero también por la naturaleza autoritaria de los métodos empleados. No se puede hablar de futuro cuando se atenta contra la dignidad de miles de ciudadanos a los que se le priva, sin despido de por medio, del derecho al trabajo, como si las empresas públicas fueran propiedad de las camarillas gobernantes.

La cadena de hechos que llevan a la extinción de LFC está a la vista: ante la evidencia de que la crisis avanza y el sexenio se termina sin conseguir los éxitos previstos en la guerra contra el narcotráfico, el gobierno decidió, por razones políticas envueltas en el ropaje de las justificaciones técnicas, dar un golpe de timón contra un sindicato incómodo, justo en el sentido que anunciara con bombo y platillo en ese extraño autohomenaje celebrado en vez del informe presidencial. Derrotado en la elecciones intermedias, sin peso en el escenario internacional, aunque satisfecho por la acción mercadotécnica que todo lo puede, el Presidente lanzó la ofensiva para reagrupar a los descreídos tocando las fibras duras del rencor clasista fustigado por la crisis, el imaginario de una parte de la sociedad proclive a rendirse ante la pantalla chica como fuente de la verdad, pero sobre todo a quienes desprecian el diálogo justo porque rinden culto a la fuerza de quien se ostenta como el más poderoso, aunque su legitimidad esté agujereada.

Para culminar la tarea ya se advierten los próximos movimientos aprovechando a los pseudo disidentes. El gobierno da pasos para aislar la protesta, romper la solidaridad y acusar a los líderes de soliviantar la paz pública. Todo conforme a la tradición antisindicalista que el PAN hereda sin remilgos.