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Historia íntima del muro de Berlín
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l 13 de enero de 1966, si se quiere elegir una fecha ritual, la temperatura en Berlín descendía a los veinte grados bajo cero. “Entre la densa niebla se vislumbra la difusa silueta de un hombre –narra Thomas Willms– que con paso muy lento camina desde el lado oriental del puente Glienicke. Al mismo tiempo, otro hombre inicia su marcha desde el sector estadunidense. En la mitad del puente los dos se encuentran. Un rápido intercambio de miradas y cada uno continua en su dirección”. El puente Glienicke de Berlín, llamado el puente de los espías, fue testigo de algunos de los más importantes canjes de agentes secretos durante la guerra fría.

El puente unía a Berlín Occidental con la ciudad de Potsdam y pasaba por encima del río Havel. El 10 de febrero de 1962, Francis Gary Powers –el piloto del avión espía U2– y el agente secreto Frederic Pryor, estudiante de la Universidad Libre de Berlín, ambos estadunidenses, cruzaron el puente y fueron canjeados por el agente de la KGB Rudolf Abel, alias Fischer, que había entregado los informes confidenciales que permitieron los primeros ensayos atómicos soviéticos.

El 12 de junio de 1985, los agentes del Este y el Oeste se canjearon por segunda vez, la mayor operación de intercambio de agentes secretos desde el fin de la Segunda Guerra Mundial. Un total de 27 espías fueron puestos en libertad. Cuatro agentes de los países de Europa oriental y 23 espías de los servicios secretos estadunidenses. El tercer y último intercambio de agentes secretos sobre el puente Glienicke se llevó a cabo el 11 de febrero de 1986. Se dejó en libertad a nueve espías, entre los que se encontraba el disidente soviético Anatoly Sharansky, también acusado de espionaje; sin embargo, esta vez se contó con una amplia cobertura en los medios masivos de comunicación. Unos doscientos periodistas de los diarios de todo el mundo llegaron a Berlín Occidental y se dieron cita en el palacio de Glienicke, a pocos metros del puente, para presenciar el canje de espías y la liberación de Anatoli Charanski, el disidente soviético por ese entonces más conocido en Occidente después del físico nuclear Andrei Sajarov.

Viví cuatro años a tres kilómetros del puente Glienicke y el muro no me permitió conocer Postdam sino quince años más tarde. Alonso Ruiz Alzate, un amigo colombiano, me llevó una tarde del otoño de 1966 a contemplar de lejos el puente Glienicke, llegamos hasta la alambrada que nos separaba del puente, un oficial estadunidense suspendió de pronto nuestra visita al preguntar qué se nos ofrecía. Nos retiramos en un abrir y cerrar de ojos. Unos treinta años más tarde, en julio de 1996, pasé por el puente Glienicke, enfilé por la Potsdamer Strasse rumbo al pueblo de estudiantes donde viví tres años y, en ese momento, me di cuenta de que las grandes tragedias históricas tienen la duración de un relámpago.

Abandoné Berlín Occidental en julio de 1971, ingresé al Servicio Exterior Mexicano y me trasladé a la embajada de México en Colonia. Por esa época Willy Brandt, uno de los políticos alemanes más sagaces y antiguo alcalde de Berlín Occidental, llevaba adelante su política de diálogo con la Unión Soviética (Ostpolitik). Brandt, que se arrodilló en 1970 ante el monumento a las víctimas del holocausto en Varsovia, había padecido la difamación pública de la derecha alemana que lo acusaba de traidor a la patria por haber vestido el uniforme del ejército noruego contra la Alemania nazi. Permitir una injusticia –decía Brandt– significa abrir el camino a todas las que siguen.

En 1985, Mijaíl Gorbachov empieza por destituir a la gerontocracia soviética, exige la renuncia de Andrei Gromyko, 28 años ministro de Relaciones Exteriores, y nombra a Eduard Shevardnadze. Según el analista Robert D. English, a pesar de la inexperiencia diplomática de Shevardnadze, Gorbachov comparte con él una visión además de la experiencia en la gestión de una región agrícola de la Unión Soviética (Georgia), lo que significaba que ambos tenían vínculos muy frágiles con el complejo industrial-militar. Desde años atrás, miles de ciudadanos germano orientales, al grito de ¡nosotros somos el pueblo!, participaban en manifestaciones multitudinarias que pedían reformas políticas. Sobre todo las protestas de los lunes (Montagsdemos) en Leipzig, habían alcanzado cerca del medio millón de personas. Los manifestantes gritaban “¡Gorbi!, ¡Gorbi!, así evocaban el nombre de Mijaíl Gorbachov, secretario general del Partido Comunista de la Unión Soviética.

Erich Honecker, presidente del Consejo de Estado desde 1976, fue sustituido el 18 de octubre de 1989 por Egon Krenz en el cargo de secretario general y presidente del Consejo de Estado; pero ya no se pudo evitar el colapso de la República Democrática Alemana. El 4 de noviembre una manifestación integrada por un millón de personas en la plaza Alexanderplatz, en Berlín Oriental, exigió las reformas del Estado. La fuerza de las protestas callejeras puso de manifiesto que la población no confiaba tampoco en el nuevo gobierno. Cinco días después cayó el muro de Berlín, lo que de inmediato abrió la posibilidad de la unificación alemana.

El 9 de noviembre de 1989, Günter Schaboski es el vocero que anuncia en una conferencia de prensa: Desde ahora mismo, los ciudadanos de la República Democrática Alemana pueden viajar libremente a la zona occidental de Berlín. Al pronunciar esas palabras Schabowski, entonces miembro del Politburó y vocero de la Alemania socialista, se convirtió, sin saberlo, en el personaje a quien se atribuye oficialmente la caída del muro de Berlín y la consiguiente desaparición de la República Democrática Alemana.

Schabowski recuerda muy bien esa tarde de otoño en la que se convirtió en una figura histórica, “el hombre que provocó la demolición del símbolo más representativo de la guerra fría”. Schabowski narra en una entrevista los detalles de esa decisión. Nos revela que, en realidad, ésta se debió a un error de tiempos, pues con la apertura del muro el régimen comunista sólo buscaba evitar la desaparición de la República Democrática Alemana.

Hay ciudades que uno pierde si se aleja de ellas; otras cambian tanto que ya no se las reconoce y se desvanecen para siempre. Yo, que no me resigno a extraviar mi pasado, perdí la ciudad de Berlín Occidental con su muro y sus interminables historias el 9 de noviembre de 1989. En su libro El asesino de la palabra vacía, Héctor Orestes Aguilar incluye Seis postales mexicanas de la nueva República de Berlín. Ninguna de esas postales me pertenece. El Berlín de nuestros días no es el mío, ni la colonia Condesa de Berlín y sus calles de la Prenzlauer Berg llenas de restaurantes y de gastronomías exóticas, ni la colonia Polanco de Berlín, el barrio de Friedenau, ni la Potsdamerplatz con sus enormes rascacielos. Berlín Occidental es sólo un vestigio más en mi memoria que conserva el fuego sagrado de mi juventud.