Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 1 de noviembre de 2009 Num: 765

Portada

Presentación

Bazar de asombros
HUGO GUTIÉRREZ VEGA

Una vida en la actuación
RICARDO YÁÑEZ entrevista con MARTHA OFELIA GALINDO

Nota de presentación
MARCO ANTONIO CAMPOS

Bonifaz Nuño, universitario de excepción
JUAN RAMÓN DE LA FUENTE

Poema
RUBÉN BONIFAZ NUÑO

(Boceto de) mi trato con Bonifaz Nuño
FERNANDO CURIEL

Rubén Bonifaz Nuño
JUAN GELMAN

Un universitario llamado Rubén Bonifaz Nuño
JORGE CARPIZO

Un universitario paradigmático
DIEGO VALADÉS

Lowry: el que fue volcán
PAUL MEDRANO

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Columnas:
Galería
SALOMÓN DERREZA

Las Rayas de la Cebra
VERÓNICA MURGUíA

Bemol Sostenido
ALONSO ARREOLA

Cinexcusas
LUIS TOVAR

Corporal
MANUEL STEPHENS

Mentiras Transparentes
FELIPE GARRIDO

Al Vuelo
ROGELIO GUEDEA

El Mono de Alambre
NOÉ MORALES MUÑOZ

Cabezalcubo
JORGE MOCH


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EN LA ROTONDA, CON RAMÓN LÓPEZ VELARDE

DAVID OJEDA


Ramón López Velarde visto por los Contemporáneos,
Marco Antonio Campos (compilador),
Instituto Zacatecano de Cultura,
México, 2008.

Para comenzar creo que no debo sustraerme de un lugar común relacionado con el edificio que nos alberga y que fuera, luego de inaugurado, una flamante prueba de la “modernidad y el progreso” con que tanto alardeaba –ahora está de moda decir que no sin razón– el régimen porfiriano. Seguramente por aquella época, sin hacinamiento en sus pabellones y celdas, este sitio pudo haber sido tomado como un avance en el sistema penal mexicano. Sin embargo, poco antes de ser inaugurado, con eufemismo y todo, el Centro de Readaptación Social al que iba a ser trasladada la población de este centro penitenciario, hace poco más de diez años, el espectáculo y el ambiente que privaba aquí eran prueba irrefutable de las graves y crecientes deficiencias del régimen carcelario nacional. En este sentido, sólo como testimonio accesorio, cedo a la tentación de citar al doctor Carlos Tornero López, quien falleció hace unas semanas a los ochenta y un años y fuera, según la revista Proceso, “el hombre que más sabía del tema”. En las páginas de esa revista se reproduce un extracto de los juicios y reflexiones que Tornero hiciera en el libro Cárceles, publicado en 1998. De esa fuente el siguiente fragmento: “El hacinamiento, el hedor, el estrés, el trabajo que no llega, el deporte imposible, la golpiza al acecho, la venganza a punto, la disputa por los territorios, la pérdida del sentido de humanidad, todo junto llevaría al recluso al incendio de su propia vida y la ajena.”

Esto viene a cuento en relación con el lugar común, histórico al que me refería desde el principio, a saber: que en una de las celdas de este centro carcelario estuvo preso Francisco I. Madero el año de 1910, acusado de “incitar a la rebelión” a través de su movimiento antirreleccionista; y que por entonces recibió la visita y el auxilio jurídico de diversos estudiantes del Instituto Científico y Literario de San Luis Potosí que años después, en 1923, iba a convertirse en la primera universidad autónoma de nuestro país.

Hay quienes suponen y hasta aseguran que por lo menos un par de esos estudiantes de jurisprudencia –de los cuales uno era Ramón López Velarde–, al desempeñarse como defensores de Madero en el proceso jurídico y como simpatizantes de su empresa contra la reelección de Porfirio Díaz, participaron en la redacción de los borradores del Plan de San Luis que poco después, ya fugado Madero y desde Texas, sería un llamado a la insurrección popular que debía iniciar a las seis de la tarde del día 20 de noviembre de 1910.

Ramón López Velarde había llegado a nuestra ciudad dos años antes, en 1908, para estudiar la carrera de jurisprudencia. Venía de un periplo que comprende su natal Jerez de la Frontera , Zacatecas y Aguascalientes. Y atendiendo a este itinerario nos damos cuenta de que el poeta zacatecano es un ejemplo más de los muchos que prueban la existencia de una región llena de relaciones y complicidades, en los terrenos cultural e histórico, que transgreden o difuminan los límites geográficos y políticos. Porque San Luis Potosí –el San Luis Potosí del Manuel José Othón a quien López Velarde dedicara, junto a Gutiérrez Nájera La sangre devota– conforma, junto a Zacatecas y Aguascalientes, un triángulo donde se ajusta en buena medida el calificativo de “provinciano” que gran parte de la crítica le impone al espíritu de la poesía de López Velarde.

Y si entre las muchas virtudes que el libro que comentamos posee debiéramos destacar sólo unas pocas, diría yo, para empezar, que en sus páginas y asomos a la poesía velardeana el calificativo –esa parte de la oración que tanto y tan bien trastocó el genio de López Velarde– que a ésta se le impone –de “provinciana”–, recibe y amerita –como nuestros corazones leales– ponderaciones de mucha puntualidad.

En un país carcomido por celos regionales o aspiraciones de un cosmopolitismo forzado o artificial, entretenido además en resolver los falsos dilemas del centralismo, es inevitable suponer que, en materia de referencias a la provincia, hay siempre dos perspectivas e intelecciones: una que proviene del centro para entender y nombrar lo que no es él; y otra que desde el exterior se le propone al centro para motivar su comprensión y aquiescencia. En este sentido, debe complacernos mucho que Ramón López Velarde desarrollara su escritura y su poética desentendido de este problema, y que no obstante se mantenga hasta la fecha como paradigma al respecto. Qué mejor prueba podrá haber a propósito de la eficacia y la permanencia de una obra poética.

Como en una rotonda, cada uno petrificado y vigente, con su obra a un lado para esgrimirla cuantas veces sea menester, defendiendo así el derecho a permanecer en un sitio donde la posteridad los reúne, están ciertos poetas de nuestro país. Enumerar a varios de ellos es un atrevimiento necesario: Sor Juana, Gutiérrez Nájera, Díaz Mirón, Nervo, nuestro Othón, López Velarde, Paz. ¿Y cuántos otros? ¿Y por qué cada uno de ellos?

Esta última pregunta es la que Ramón López Velarde visto por los Contemporáneos, debido a la compilación de Marco Antonio Campos, zanja con suma corrección. Porque esa rotonda donde López Velarde encuentra acomodo y sentido se ubica, a su vez, dentro de una rotonda contenida en otra y muchas más. La poesía de Occidente, la oriental, la poesía grecolatina y la náhuatl, la francesa y la española, la poesía en inglés y la escrita en portugués, la poesía joven argentina y la mexicana, son enunciados sistematizadores que nos permiten asomarnos con mayor capacidad de comprensión y análisis a los diversos cuerpos poéticos que se abigarran en nuestra cultura literaria. A eso lo llamamos tradición.

En El canon occidental, uno de sus libros más importantes, Harold Bloom anotó que la tradición “no es sólo una entrega de testigo o un amable proceso de transmisión: es también una lucha entre el genio anterior y el actual aspirante, en el que el premio es la supervivencia literaria o la inclusión en el canon”.

En esa misma obra el crítico estadunidense, luego de preguntarse qué convierte a ciertos autores y obras en canónicos, se responde así en nuestro beneficio: “La respuesta, en casi todos los casos, ha resultado ser la extrañeza, una forma de originalidad que o bien no puede ser asimilada o bien nos asimila de tal modo que dejamos de verla como extraña.”

A la luz de estos juicios entendamos que la compilación realizada por Marco Antonio Campos funciona como un efectivo puente destinado a unir diversos puntos de la tradición poética mexicana: López Velarde adoptado y propuesto como figura canónica por los Contemporáneos; los Contemporáneos tenidos como grupo fundamental en la poesía mexicana; Marco Antonio Campos facilitando la mediación de todo ello con nuevos lectores y, acaso, con una figura canónica en ciernes tras los ojos de algún joven poeta dedicado a leer este volumen.

En el prólogo, escrito por Evodio Escalante, anota este agudo crítico de nuestras letras que el libro se debe en buena parte a la “devoción” de Marco Antonio Campos hacia López Velarde. Esa devoción nace, primero, del reconocimiento que Campos hace del canon velardeano; después, del reconocimiento de la extrañeza, al modo de Harold Bloom, con que López Velarde irrumpe en la poesía mexicana.

Autor de libros de cuentos y novelas, crítico y ensayista, uno de los autores esenciales en la reciente poesía mexicana, impulsor de diversos proyectos y programas destinados a mantener la efervescencia de nuestras letras, Marco Antonio Campos añade el presente volumen a su perseverante y apasionado trabajo con la obra velardeana.

Esta obra de compilación cumple, además, un cometido que considero fundamental: cargar la conciencia crítica de las nuevas generaciones de lectores y autores con una figura que contiene en su poética acentos y sonoridades de la mayor mexicanidad.

Los Contemporáneos –Villaurrutia y Gorostiza, Jorge Cuesta, Torres Bodet y Ortiz de Monte llano– lo entendieron así y a lo largo de estas páginas nos enteramos de sus razones y lecturas sobre de la obra velardeana. Ahí sobre salen las interpretaciones y los comentarios de Xavier Villaurrutia que ahora citaré, por ser ellos un compendio de las opiniones contenidas en este libro: que a López Velarde “la provincia lo acompañaba, viajaba con él”; que López Velarde “bien pronto se dio cuenta de que en su mundo interior se abrazaban en una lucha incesante, en un conflicto evidente, dos vidas enemigas, y con ellas dos aspiraciones extremas que imantándolo con igual fuerza lo ponían fuera de sí”; que “como a todo buen poeta, le quedaba el recurso de hacer pasar los nombres por la prueba de fuego del adjetivo”, y que “sacramentos y misterios de la religión cristiana le sirven para hacer más expresivos los estados de un alma en que, contemperamento erótico, se abraza, indistintamente, de la mujer y de la religión”.

Mucho se ha señalado la vivencia culposa que nos impone la formación cristiana. Poco se comenta, sin embargo, que en esa angustia se funda buena parte de la lírica occidental. En este sentido, José Gorostiza es el autor de uno de los comentarios más certeros en este título: “El centro motor en la poesía de Ramón López Velarde –¡qué duda cabe!– fue su angustia, la indecible angustia que provocaba en él un conflicto interno, con profundas raíces en la niñez y la juventud, y complejas ramificaciones en la edad madura, entre la religiosidad de su alma y las pecaminosas iniciativas de su cuerpo. Hubiese querido ser un santo, pero era un pecador. De la espantosa batalla que libraron entre sí estas dos potencias, el pecador y el santo, surgió el poeta.”

Para finalizar, regresando al tópico inicial de estas líneas, agrego que estos muros, otrora inicuos y recientemente dignificados de manera tan espléndida, acogerán y harán retumbar los ecos de los versos con que cierra Carlos Pellicer un poema dedicado a Ramón López Velarde y en conmemoración de los cincuenta años de su muerte, en 1971. Con ellos –seguramente de acuerdo con el atinado juicio más la complicidad de Marco Antonio Campos– termina el libro, y así concluyo también yo: “La patria debe ser nuestra alegría/ y no nuestra vergüenza por la culpa de nosotros./ Es difícil ser buenos./ Hay que ser héroes de nosotros mismos”.



Los ojos de Tiresias,
Jorge Galván,
Juan Pablos Editor,
México, 2009.

Además de una autobiografía –De memoria (1952-2001)–, publicada por la misma editorial, el también actor ha publicado ocho textos dramáticos, entre los que destacan los premiados Te quiero lo mismo y El cuchara de oro. Con una prosa ágil y la suficiente buena mala leche de narrador, Galván incursiona en el género de la novela negra, y lo hace contando una historia tan cruda y agreste como la realidad actual de la que se hace eco.