Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 1 de noviembre de 2009 Num: 765

Portada

Presentación

Bazar de asombros
HUGO GUTIÉRREZ VEGA

Una vida en la actuación
RICARDO YÁÑEZ entrevista con MARTHA OFELIA GALINDO

Nota de presentación
MARCO ANTONIO CAMPOS

Bonifaz Nuño, universitario de excepción
JUAN RAMÓN DE LA FUENTE

Poema
RUBÉN BONIFAZ NUÑO

(Boceto de) mi trato con Bonifaz Nuño
FERNANDO CURIEL

Rubén Bonifaz Nuño
JUAN GELMAN

Un universitario llamado Rubén Bonifaz Nuño
JORGE CARPIZO

Un universitario paradigmático
DIEGO VALADÉS

Lowry: el que fue volcán
PAUL MEDRANO

Leer

Columnas:
Galería
SALOMÓN DERREZA

Las Rayas de la Cebra
VERÓNICA MURGUíA

Bemol Sostenido
ALONSO ARREOLA

Cinexcusas
LUIS TOVAR

Corporal
MANUEL STEPHENS

Mentiras Transparentes
FELIPE GARRIDO

Al Vuelo
ROGELIO GUEDEA

El Mono de Alambre
NOÉ MORALES MUÑOZ

Cabezalcubo
JORGE MOCH


Directorio
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Verónica Murguía

El lector

Hace unos años fui locutora de radio. No sé si fui una locutora buena o mala, pero sé que me divertí como loca los años en que estuve al aire. Mi trabajo me gustaba muchísimo. El programa era en vivo y exigía toda mi atención. Cada vez que entraba en la cabina me olvidaba de todo, hasta de que había gente escuchándonos.

Nunca le tuve miedo al micrófono, pero mi valor no tenía nada que ver con el aplomo de, por ejemplo, Fernanda Tapia, con quien compartí horas enloquecidas. A Fernanda no hay manera de agarrarla en curva, mientras que yo vivía en la curva, aunque aparentaba, con mucho trabajo, cierta calma. Dicha actitud se debía a mi falta de imaginación, pues jamás me pude representar a un radioescucha. Claro que los había, o el programa no se hubiera sostenido durante tantos años pero, repito, no podía imaginarlos a pesar del diálogo constante con ellos: eran voces, amigables u hostiles; renglones recogidos por quienes atendían el teléfono y una que otra carta. De allí a la persona concreta había una distancia tal, que las pocas veces que fue librada –cuando la gente iba a recoger un boleto o algo por el estilo–, me asombraba muchísimo.

Creo que una de las razones por las que mi idea de que hablaba para los técnicos se mantuviera intacta tanto tiempo, es que nadie en mi familia me escuchaba. Mi marido sí y me hacía comentarios muy útiles, pero generalmente me acompañaba a la estación, lo cual lo descalificaba como oyente y lo acreditaba como el santo que es. La única vez que mi padre lo escuchó fue mientras convalecía de una operación de los ojos. Como no podía moverse, le dije a mi mamá que encendiera la radio a la hora del programa y les pedí a los entrevistados que lo regañaran por su indiferencia. Como los invitados de esa tarde eran los integrantes de Botellita de Jerez, mi padre fue albureado durante toda la transmisión. No se ofendió. Sospecho que se durmió y, por la venda en los ojos, nadie se dio cuenta.

Pero si yo carecía de imaginación, a los radioescuchas les sobraba: ¿cuántas mujeres no estuvieron enamoradas de la hermosa voz y el sentido del humor de Emilio Eber genyi? ¿Cuántos hombres no caían rendidos por Patricia Kelly? Una de las argucias en la que nos apoyábamos cuando nadie nos llamaba (que usamos poco, la verdad) era preguntarle a la gente cómo nos imaginaba. Todo el mundo llamaba para dar su versión de nuestra cara .

Ahora que me dedico a la literatura, me he dado cuenta de que el lector es una criatura mucho más misteriosa que el radioescucha. En primer lugar, es una especie en extinción, como las tortugas laúd; amenazado por la tele, el cansancio y el bajo nivel educativo, el lector cuenta con poco para defenderse. No hay bibliotecas públicas eficientes. De la Macrobiblioteca, ni hablo, porque es uno de los muchos fracasos del gobierno de Vicente Fox, ese no lector que proclamaba lo que se veía desde lejos: que nunca había abierto un libro.

México posee el triste honor de ser uno de los países del mundo donde menos se lee, aunque se escucha mucho la radio. Tal vez porque el libro exige más atención que la radio o la tele: existe un ceremonial para hacerlo. Un sillón, quizás silencio, luz. No se puede leer al mismo tiempo que se barre el patio o se pican cebollas, ni se puede leer mientras se maneja el pesero.

La desaparición del libro se anuncia, a veces con cierta e inexplicable fruición, por todas partes. Internet, dicen unos, lo va a enterrar. Señoras bien pensantes los queman en piras –un capítulo nomás, dicen las mojigatas– y los acusan de fomentar conductas impropias. Yo, al menos, dudo que los pederastas asociados al escándalo que rodea, todavía, al gobernador de Puebla, lean. Yo apuesto a que no. Pero desde que el mundo es mundo los ignorantes y los poderosos queman los libros: los inquisidores, los nazis, los musulmanes radicales, las señoras de Guanajuato, los guardias rojos de la Revolución Cultural china, los creacionistas de Carolina del Norte; unos por tontos, otros por querer que los demás sigan hundidos en la ignorancia y, así, llevarlos por las narices a donde sean menos estorbosos.

El lector, quiero pensar, verá pasar a los crédulos desde su sillón. Apartado, descreído, solitario, volverá la mirada a las páginas. Le deseo con toda el alma que la lectura lo distraiga, lo recompense, o por lo menos lo divierta. Por que, como han dicho otros muchas veces, en la ficción sí se puede vivir.