Editorial
Ver día anteriorJueves 5 de noviembre de 2009Ver día siguienteEdiciones anteriores
Servicio Sindicado RSS
Dixio
 
Mouriño y Santiago Vasconcelos: a un año, dudas persistentes
A

12 meses del percance aeronáutico en el que perdieron la vida Juan Camilo Mouriño, entonces secretario de Gobernación, José Luis Santiago Vasconcelos y 14 personas más, la Secretaría de Comunicaciones y Transportes (SCT) dio a conocer, por medio de Gilberto López Meyer, director general de Aeropuertos y Servicios Auxiliares, los resultados de las pesquisas correspondientes, que señalan la impericia de los pilotos y las omisiones del controlador de tránsito aéreo encargado de dirigir el aterrizaje como las posibles causas de los hechos. De tal forma, la dependencia encabezada por Juan Molinar Horcasitas dio por concluidas unas averiguaciones que, de cualquier forma, estaban desacreditadas de antemano como consecuencia del pésimo manejo informativo realizado por las autoridades federales desde el momento mismo de la caída del avión. Cabe recordar que, apenas unas horas después de ese hecho, el entonces titular de la SCT, Luis Téllez, asumió un protagonismo indebido y desafortunado como vocero de facto del gobierno federal y se empeñó en repartir la responsabilidad de los hechos entre los controladores aéreos y los pilotos. A lo que puede verse, el equipo de Molinar Horcasitas se ha limitado a repetir las conclusiones presentadas de manera prematura por su antecesor y ha sellado, con ello, la percepción generalizada de que, más que esclarecer el caso, el gobierno federal pretende darlo por cerrado cuanto antes.

Al pésimo manejo informativo del gobierno federal debe sumarse la inverosimilitud de los resultados de las pesquisas presentadas anteayer. Aun concediendo que el tristemente célebre Learjet hubiese caído como consecuencia de fallas humanas, sería inevitable suponer un enorme grado de ineptitud por parte de la propia SG –la segunda dependencia en importancia del Ejecutivo, sólo detrás de la Presidencia de la República– en tanto responsable última de contratar al personal encargado del traslado aéreo de su propio titular. A mayor abundamiento, debe señalarse que –como lo publicó este diario en su momento– en las bases de la licitación para el servicio de la aeronave referida se asienta que “la convocante de la licitación –es decir, la SG– será quien (sic) valide a la tripulación para cada vuelo”.

Por lo demás, el empeño gubernamental por descartar de antemano toda hipótesis distinta a la de un accidente, lejos de arrojar certeza en la población, ha ayudado a que se extiendan los rumores respecto de que el trágico suceso que costó la vida a los dos funcionarios se debió a un atentado. Tales especulaciones se ven reforzadas al considerar el contexto de enorme inseguridad pública en que ocurrió este percance, la manifiesta incapacidad del gobierno federal para hacer frente al crimen organizado y las constantes amenazas de muerte que pesaban sobre el propio Santiago Vasconcelos, ya para esa fecha ex subprocurador de Investigación Especializada en Delincuencia Organizada. Este último elemento cobra especial relevancia si se toma en cuenta que, tres años antes, el entonces titular de Seguridad Pública federal, Ramón Martín Huerta, había fallecido en circunstancias similares: en un accidente aéreo, luego de haber recibido advertencias por parte de grupos delictivos y sin que las autoridades federales atinaran a proporcionar una explicación satisfactoria y verosímil. Las causas fortuitas en esas muertes no son imposibles, pero sí extremadamente improbables.

En suma, los resultados difundidos por la SCT dejan al descubierto un empeño gubernamental por ocultar a la población la ineficiencia monumental y la presumible corrupción de la SG, o bien algo peor. Sea como fuere, es desolador que, a un año del incidente, no se hayan establecido responsabilidades penales o administrativas de ningún tipo ni delitos culposos o dolosos –tendría que haberlos, más allá de los pilotos fallecidos– y que las autoridades federales se empeñen en socavar su propia credibilidad con el incumplimiento de su obligación de informar a la población en forma oportuna, transparente y creíble.