Opinión
Ver día anteriorSábado 7 de noviembre de 2009Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Democracia, ¿retroceso o avance?
S

i bien de tiempo en tiempo han surgido hombres que han asumido la jefatura de gobierno y otros altos puestos con un gran sentido de responsabilidad, éste no ha sido el común de los casos. La visión de los cargos gubernamentales más como botines que como compromisos con la nación ha sido la conducta dominante.

Para quienes la motivación ha sido ésta, la desmesura de sus ambiciones por obtener esos puestos los ha llevado a cometer acciones que podrían ser catalogadas como verdaderos crímenes contra la sociedad, al igual que a imaginar sueños que podrían rayar en lo ridículo. En los tiempos en que la nación fue gobernada por el PRI, cada presidente era seleccionado y designado por su antecesor, quien tomaba en cuenta para ello criterios diversos, centrados generalmente en la capacidad política, en la cercanía con el mandatario y en la supuesta lealtad que pudiera asegurarle la continuidad de sus programas de gobierno, tanto como la discreción en torno a los abusos y la impunidad ante los diversos delitos que pudieran haber sido cometidos por él y otros colaboradores cercanos.

Esta manera de proceder significó daños importantes para la nación, muchos de los cuales fueron del dominio público, pero también facilitó el desarrollo de México hasta convertirlo en el país líder de América Latina, en la medida que algunas selecciones de los presidentes en turno fueron acertadas. Se hablaba entonces de la democracia a la mexicana, un sistema en el que los ciudadanos salían a votar con entusiasmo, aunque sabiendo de antemano que no tenían otra opción aparte de la que el sistema les ofrecía.

Dentro de ese esquema, quienes aspiraban al poder sabían bien las reglas del juego; para llegar a ser candidatos y luego presidentes, debían hacer una sola cosa y a ella dedicar toda su imaginación y su esfuerzo: hacerle ver al presidente en turno que ellos eran los más confiables y discretos, los más atentos a sus preocupaciones y órdenes, los más leales y obedientes, los más comedidos y dispuestos, los que podían interpretar y adivinar sus deseos sin necesidad siquiera de recibir indicaciones concretas.

Había desde luego otras actividades secundarias a las que también debían prestar atención: cuidar su imagen ante la prensa, establecer relaciones amistosas con diferentes grupos de poder, como eran los sectores del PRI, los supuestos líderes de los trabajadores, los grupos empresariales y los militares, de manera que ninguno de ellos pudiera externar quejas ante el gran elector, quien entre otras cosas se consideraba a sí mismo como el fiel de la balanza.

Este sistema político se derrumbó con estrépito en 1988, luego de varios errores políticos cometidos por Miguel de la Madrid y su equipo de colaboradores, al plegarse de manera innecesaria a los dictados del Fondo Monetario Internacional y manejado con los pies las tragedias causadas por los terremotos de 1985 y por un ciclón que afectó buena parte de Yucatán y el norte del país. La arrolladora campaña política realizada por Cuauhtémoc Cárdenas, después de su rompimiento con el PRI, sólo pudo ser enfrentada mediante un fraude gigantesco, cuyo costo fue el descrédito y la duda generalizada sobre la legitimidad del nuevo gobierno de la República, hecho inédito después de la terminación del periodo revolucionario.

A partir de este episodio, las reglas y las formas de hacer política cambiaron profundamente en el país y, a juzgar por los resultados, en forma negativa. La incapacidad del presidente por imponer a su sucesor –como había sido la rutina desde los tiempos de Álvaro Obregón y de Plutarco Elías Calles– se hizo evidente, primero con el asesinato de Luis Donaldo Colosio, luego con el fracaso de Francisco Labastida y después con los descalabros de Vicente Fox, al querer asentar a su esposa y más tarde a Santiago Creel. En política se dice que los vacíos de poder son llenados de inmediato por otras fuerzas y esto fue lo que sucedió en México.

Ya en el caso de Fox, en el que era obvio que no podía contar con el apoyo del presidente, él y su equipo se dedicaron a obtener el respaldo del Grupo Monterrey, de los banqueros y de otros sectores empresariales para financiar una costosa campaña, e incluso, como se llegó a saber después, de intereses extranacionales en clara violación a las leyes. El resultado fue un éxito (para él y su grupo): los mexicanos acudieron a votar pensando que el futuro de cambio que ofrecía era maravilloso, sin detenerse en reparar en lo que esa campaña representaba. El desastre que siguió no fue otro que el pago de los compromisos contraídos por el mandatario, cuya única salida fue la de presentarse a sí mismo como un retrasado mental, que no sabía lo que hacía ni lo que decía.

La lección fue desde luego aprendida por Felipe Calderón, quien no perdió el tiempo buscando el respaldo del presidente y se dirigió a otros grupos tan siniestros como los que apoyaron a Fox, más otros de su propia cosecha, incluyendo en primer lugar a los sectores más reaccionarios ligados a la jerarquía católica, obligando al final al mismo Fox a subirse al tren, a cambio de asegurarle impunidad para él y su familia. Las consecuencias de este acuerdo son las que ahora estamos viviendo.

Así, el nuevo sistema político mexicano se ha estado redefiniendo a sí mismo y las estrategias para obtener la Presidencia también han cambiado. Antes, los aspirantes buscaban el señalamiento en su favor del presidente, a cambio de promesas de lealtad; hoy lo que buscan son los apoyos de quienes se los pueden dar, sin importar lo que luego habrá que pagarles, a cambio de asegurar el triunfo por los medios que sean necesarios, todo ello envuelto en una pintoresca campaña política como las de antaño; así, con nuevas reglas, la democracia mexicana está regresando a sus mejores tiempos.