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En el grano palestino
 
Periódico La Jornada
Lunes 9 de noviembre de 2009, p. a14

Todos los pueblos importan. Debería sobrar decirlo, pero no. Los romanos, y antes los asirios, y después de ellos los ingleses y los estadunidenses, borraron del mapa pueblos enteros que sin denominarse país lo eran. Eso sigue sucediendo, con otros romanos y métodos más modernos. Mas siempre habrá pueblos periféricos, menores (Pulgarcitos, como decía el salvadoreño Roque Dalton del suyo), que importen particularmente. Cuando menos por sus poetas: son su pasaporte a la memoria.

Por citar un ejemplo, Nicaragua: allí la felicidad palpita a flor de piel, pero a los nicas siempre se la echan a perder. Quién hubiera dicho que la gesta sandinista se volvería una dictablanda corrupta y cíclica, otro caso más de futuro pospuesto. Hasta nuevo aviso. Y sin embargo, sus poetas. Nuestra lengua sería más gris sin Rubén Darío. Más estrecha sin Martínez Rivas, Coronel Urtecho, Mejía Sánchez. Y menos atenta sin Ernesto Cardenal. Demuestran, mejor que nada, que Nicaragua existe.

Todo este preámbulo para decir que si Palestina no tuviera otra prueba de su existencia que la poesía de Mahmud Darwish (1941-2008), eso le bastaría para ser todo un pueblo, una nación indispensable para el mundo humano del milenio en curso.

La poesía es la única prueba concreta de la existencia del hombre, sostuvo siempre el guatemalteco Luis Cardoza y Aragón. A esa demostración se abocó Darwish. En el gran caudal de la poesía árabe (toda una civilización literaria) no han sido pocas las voces palestinas hasta los tiempos modernos. Pero Darwish dio para más. Atento, sensible, siempre allí, aun cuando en exilio, dejó una obra universal e indispensable, fundacional. No por redactar la Declaración de Independencia de Palestina, a la manera de Thomas Jefferson, sino porque la suya conforma toda una literatura. Como su amigo Pablo Neruda, nombró cada cosa, hizo el canto general del mustio suelo palestino que detalló y engrandeció; de sus olivares y quienes los cultivan y habitan; de sus voces y silencios.

Bautizó al amor joven y viejo de muchas maneras, en la nostalgia, en la batalla, en la consumación. Habló de la Historia con resentimiento y dolor fundados en la propia Historia. Desde su pequeñez individual se sumó a la invención de una patria para un pueblo que la necesita y la merece. Se enfrentó al Dios de los hunos y al de los otros, en una batalla solitaria que nunca perdió.

Palestina, el paisito que a nadie le conviene que exista, no pide permiso a nadie para hacerlo, sólo anhela que la libertad lo acompañe. Para eso lucha y vive. Conoce la desesperación, y constantemente muere. Ningún poeta como Darwish ha puesto nombre a la guerra moderna, hasta el último detalle de como la vive el hombre común. En Memoria del olvido recobra el sitio de Beirut en agosto de 1982 con la piel, el detenimiento y la delicadeza hipersensible de Proust bajo el acero de las bombas enemigas.

Habitó con reconocido genio las formas clásicas de la poesía árabe. Y no obstante, sus bellísimas casidas las escribió, expresamente, después de García Lorca. Como se dice del labrador, cultivó la rima tradicional lo mismo que la narración de verso y aliento largos. Trashumante de las Arabias y las Europas, no pocas veces resuena como las canciones del canadiense explícitamente judío Leonard Cohen (y Georges Moustaki de fondo): el extranjero, el meteco, es su persona. Un poco opuestos, Cohen y Darwish, no mucho, comparten puntos de encuentro en estaciones de tren y caminos polvosos. Son proclives a las alcobas y los hoteles, a las confesiones no pedidas. Mujer, no hay nombre para nosotros cuando el extraño se encuentra con el extraño.

Darwish no perdió tiempo en ser estrella pop, como Cohen; en todo caso, lo perdió conviertiéndose en amenaza para las pocas pulgas del invasor israelí, o siendo acogido por multitudes que nuestra cultura no brinda a los poetas. Vivió, desde niño, atrás de las trincheras, sin otra opción. No la quiso.

La realidad es la única certeza de la imaginación, escribe en Mural (2000), épica e íntima contemplación retrospectiva donde parece hablar después de su muerte (traducida al inglés por la poeta palestina Rema Hammani y John Berger, Verso, Londres, 2009). Wallace Stevens, uno de los pocos poetas indispensables del siglo XX, decía que la realidad es obra de la más augusta imaginación.

Desde niño, Darwish estuvo destinado a la resistencia, la persecusión, la defensa; a una construcción de vida desde el dolor inolvidable. En Mural se recuerda aquí, solo en la blanca frontera de la eternidad, donde quizás sigue vivo en alguna parte, deseando que su país sea su cuerpo.

La nunca presuntuosa escritura de Darwish es de las que prueban y confirman la existencia de la poesía. Sus metáforas dan sentido a lo que está a punto de suceder. Lo supimos con Kafka: el futuro no mejora, pero el futuro siempre mejora a la buena poesía.