Opinión
Ver día anteriorMiércoles 11 de noviembre de 2009Ver día siguienteEdiciones anteriores
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De asesinos y malquerientes
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odemos conocer a un país en sus mercados –en la vida menuda que allí transcurre como quería Gide–, pero esencialmente en el trato que da a sus minorías y en su nota roja.

Abundan los ejemplos: la persecución de hispanos en Estados Unidos por grupos paramilitares, la estigmatización de homosexuales en el México porfirista, la cacería de evangélicos en el inverosímil y grotesco mundo de San Juan Chamula, en Ixmiquilpan o en Magdalena Petlacalco en la zona alta del Ajusco, los crímenes de odio como el cometido contra el pintor Chucho Reyes Ferreira, el creciente asesinato de periodistas en nuestro país, las narcoejecuciones y, más recientemente, los grupos de limpieza ruda anunciados por el alcalde panista de San Pedro Garza García que, al parecer, ya entraron en acción.

Los dos libros más recientes de Carlos Monsiváis, El Estado laico y sus malquerientes (2008) y Los mil y un velorios (2009) son una muestra estupenda de cómo los desplantes de la intolerancia religiosa y los crímenes pueden trazar como pocas cosas el perfil de una sociedad.

También son una prueba de las tremendas posibilidades de la crónica para razonar en voz alta sobre el pasado presente o para contarnos el cuento de la verdad, la historia inmediata de nuestros días.

Los dos libros sorprenden por los distintos y a veces distantes miradores desde los cuales Monsiváis nos comparte los frutos de su curiosidad: las referencias de erudición literaria que van de la recuperación de ensayos, novelas y poemas para discernir y perfilar atmósferas (Tomás de Quincey, Swift, Pellicer, Cuesta), al inverosímil dato hemerográfico perfectamente documentado que habla por sí mismo (un pobre es un aborto de la vida: Carlos Abascal) o a la referencia cinematográfica que, por comparación, le sirve para destacar un asunto (el ambiente de film noir de The Killers, de Robert Siodmak, en el capítulo referente al periplo sangriento del hampón Miguel Corvera Ríos).

Gracias a la grafofagia de Monsiváis no son infrecuentes las joyas en sus textos, como la que extrae del expediente judicial de Goyo Cárdenas en el que el juez instructor asienta en su dictamen:

Su estado mental, desde el punto de vista de la psicología criminológica, corresponde al de la personalidad neurótica: neurosis evolutiva, órgano-neurosis de tipo introvertido con tendencias homosexuales, narcisismo y erotismo sádico anal. Desde el punto de vista psiquiátrico, su estado neurótico es de esquizo-paranoide.

Menciono de paso otro rescate del cronista: la huída de Arturo Durazo, ex jefe de la Policía capitalina en el sexenio de José López Portillo, que intenta burlar a la justicia asistiendo a las discotecas de San Juan Puerto Rico ataviado con peluca rubia.

La primera edición de Los mil y un velorios data de 1984. La segunda y más reciente la regalarán editores y libreros este 12 de noviembre en el Día Nacional del Libro. Aunque el volumen en sentido estricto es el mismo las dos ediciones en realidad soy muy diferentes. Baste decir que entre una y otra existen más de cien páginas de diferencia; crímenes que no habían sido considerados y una indispensable puesta al día sobre la masificación de la tragedia en la que los narcos matan como si conversaran, matan para dialogar con la realidad.

Un elemento que siempre llama la atención en los textos de Monsiváis es el ángulo desde el que aborda casi cualquier asunto.

Por ejemplo: la canción La gloria eres tú, de José Antonio Méndez, le sirve en El Estado laico y sus malquerientes para acercarnos a la teología católica y a sus capacidades de censura.

Pero también como todo clásico que se respete, el cronista pone en nuestras narices obviedades que no habíamos registrado debidamente.

El Estado laico y sus malquerientes, publicado por la Universidad Nacional Autónoma de México y Debate, prueba lo que digo. Allí nos dice, por ejemplo, que resulta impensable un estado democrático sin educación laica, una sociedad sana sin la separación de la Iglesia y el Estado, y que resulta una barbaridad pretender canonizar a terroristas vuelatrenes o a líderes que ordenaron cortarles las orejas a los maestros y a las maestras cercenarles los senos, previa violación frente a sus alumnos, por el terrible pecado de enseñar el alfabeto.

Por fortuna El Estado laico... no sólo es una crónica sobre los desastres del pensamiento intolerante, sino también el registro de los momentos de resistencia ante los embates del pensamiento autoritario. Monsiváis rescata, por ejemplo, la frase que el político del Partido Nacional Revolucionario, Arnulfo Pérez H., imprimía en sus tarjetas de presentación: Enemigo personal de dios o el discurso de ingreso a la Academia de Letrán del entonces joven Ignacio Ramírez, que resumió en el aforismo: No hay dios.

Para Carlos Monsiváis la educación laica se prefigura en nuestra sociedad cuando se consideran otras formas de espiritualidad gracias a la música, las artes plásticas y la poesía. Con ellas se instala una religión de los sentidos donde pasiones y emociones, paisajes y naturalmente el amor van más allá y son más vivos que los sentimientos que refieren los curas. Estas manifestaciones artísticas son, asegura, un paso firme a la secularización.

La segunda parte de El Estado laico... está formada por una antología de despapuchos y acciones de los malquerientes que no enemigos, dice Monsiváis, de la laicidad. Malquerientes, porque su inacabable derrota cultural los enfrenta a su límite: la imposibilidad de construir un desafío verdadero a la secularización y a la laicidad.

El Estado laico y su malquerientes y Los mil y un velorios dicen de muchas maneras –con voz en off, despliegue narrativo, cita erudita o extraída del habla popular del barrio, historias que la Historia desdeña– lo que a veces intuimos sin lograr verbalizar: que la estupidez es, sin duda, una de las formas del mal. También que la crónica puede ser a veces una novela por entregas escrita a varias manos de la que somos lectores o personajes.