Opinión
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Viejo Velasco, Chiapas, tres años después
N

oviembre de 2006. La tarde había caído. El aire soplaba con malos augurios. La selva exudaba tristeza. Decenas de rostros perdían sus miradas en la vereda. Del silencio surgían gritos remembrando las guerras de pueblos, gritos de lamento y coraje, gritos de los viejos guerreros mayas, de los nuevos, de guerreros choles.

Entre caobas y viejos cedros, cruzando las pequeñas hijas del gran Lancanjá bajo parvadas de escandalosas cotorras que eventualmente surcaban el cielo. Lo hermoso de siempre ese día estaba sombrío. En mi mente rondaban imágenes amadas, y de la muerte que nos esperaba. En la vereda encontramos a un anciano que en silencio pasó a un lado nuestro, y con los ojos dijo que el dolor lo había enmudecido y adiós. Llevaba en su espalda una carga de infinita tristeza.

Por fin llegamos a Viejo Velasco, donde sus pobladores muertos, desaparecidos y desplazados sólo eran indígenas sin tierra. No militaban, sólo profesaban; María, Antonio y Filemón profesaban zapatismo. Ahora sólo son indígenas muertos, abatidos por balas del mal gobierno.

Los animales del poblado estaban en un trance, un frenesí de sonidos: guajolotes, puercos, gallos, gallinas, gansos, todos simultáneamente gritando. Frenesí de sonidos, y el resto silencio. Helado y silbante silencio. Flotaba pesadumbre. Olía humedad del trópico mezclada con sangre del trópico. Los que llegamos allá nos veíamos a los ojos, nos veíamos con los ojos, veíamos nuestras almas, la del otro, la propia.

Con los ojos nos hablábamos, aun en chol o tzeltal o caxlan cop, lamentábamos con los ojos. Así, recorrimos la comunidad buscando lo que no queríamos encontrar, y así, en su casa, María era sangre y una medalla con el rostro del Che Guevara. Suficiente.

Antonio y Filemón eran una cobija que su madre les puso durante la retirada. Esa madre que en medio del fuego regresó a cubrir los cuerpos de sus combativos hijos, de sus soldados caídos desde su entraña.

Las pocas casas del poblado mostraban señales de lo sucedido. Los caribes (lacandones), que el mal gobierno hizo dueños de la selva, habían llegado la madrugada previa a atacarlos cobardemente. En su retaguardia venían los soldados del mal gobierno. Cómo no ser valientes así.

Llegaron a exterminar los recién llegados, los invasores de sus demasías, a los llegados de andar sin tierra, llegados del largo camino de los míticos años, de las centenas, del dominio, del sendero de la explotación y marginación.

Daba vueltas observando, sintiendo. La oscuridad asomó, el camino de vuelta era largo, aún más teniendo que cargar tanto; la bajada en el lodo, en la oscura brecha de la tristeza y el coraje, en el silencio nuestro, en el grito de las chicharras y de los grillos, en la burla, o el lamento, no sé, de los saraguatos. En el caer y levantarse, en el recoger y recogerse.

Las mujeres de Viejo Velasco cargaban en la espalda sus pocas pertenencias, en el pecho a sus hijos y en los hombros su tristeza. Sus hombres hacían lo mismo.

Delante de mí caminaba Felícitas, con la espalda y los hombros sin cargas; en el pecho llevaba todo su dolor. Horas antes Felícitas había descrito detalladamente cómo había sucedido el ataque. Después dijo quién era ella. Una mujer chol, bien plantada, evidentemente fuerte, el cabello muy bien peinado le llegaba a la cintura, desde octubre pasado casada, había esperado por su amado a que volviera del norte, adonde había ido a buscar dinero para casarse. Ella era también Filemón. Filemón era entonces Felícitas y su caminar en ese sendero, con esos hermosos ojos que lloraban en silencio, que de vez en vez volteaban para decir su tristeza.

Atrás estábamos dejando los caídos, sus humores y ansias, sus anhelos y su vivir, su sembrar, su reír, su llorar, su luchar. Atrás quedaban los ancianos desaparecidos: Mariano, principal del general Emiliano Zapata; Miguel, principal del Plan de Ayala, y Pedro, principal de Viejo Velasco. Los atacantes se los habían llevado, los habían arrancado con sus garras. Arrancados de su gente, de sus hijas.

Tendremos que cabalgar en estos días grises, y por el resto de los días. Aunque los ciclos se cierren y abran una y otra vez, aquellos días caminarán al lado, con sus almas y sus ausentes, Y allí continuarán, colgados del cielo, con delgaditos hilos, al lado de las estrellas, Cuando veamos el crepúsculo, del mar surgirán reflejos que los recuerden.

Cuando no podamos más, cuando veamos para atrás y para adelante buscando los argumentos, ahí estarán para recordarnos nuestro luchar, nuestro morir, nuestro afecto por el volar, por las alas. Cuando voltee me será imposible no verles. Entonces, me será imposible salir del sendero a la utopía.

* Director del Centro de Derechos Humanos Fray Bartolomé de las Casas