Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 15 de noviembre de 2009 Num: 767

Portada

Presentación

Bazar de asombros
HUGO GUTIÉRREZ VEGA

La porfiada memoria de Dedé Mirabal
JOCHY HERRERA

Juan Manuel Roca: la poesía en cuadros imaginativos
MARCO ANTONIO CAMPOS

Un ojo de la cara
EDITH VILLANUEVA SILES

Galería Uffizi: metamorfosis
ALEJANDRA ORTIZ

Dubravka Ugresic: escribir desde el exilio
ADRIANA CORTÉS KOLOFFON

Leer

Columnas:
La Casa Sosegada
JAVIER SICILIA

Las Rayas de la Cebra
VERÓNICA MURGUíA

Bemol Sostenido
ALONSO ARREOLA

Cinexcusas
LUIS TOVAR

Corporal
MANUEL STEPHENS

Mentiras Transparentes
FELIPE GARRIDO

Al Vuelo
ROGELIO GUEDEA

El Mono de Alambre
NOÉ MORALES MUÑOZ

Cabezalcubo
JORGE MOCH


Directorio
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Javier Sicilia

Manuel Calvillo, el emigrante

Para Maris, Tomás, Manolo, Luis, Jorge, Alejandro y Ana

El 15 de octubre murió Manuel Calvillo (San Luis Potosí 1918-Ciudad de México 2009). Pocos lo recuerdan. Sin embargo, Calvillo es fundamental no sólo como historiador del período de la Independencia en México, sino como poeta –el FCE tiene una deuda que debe resarcir con la publicación de su obra.

Lo conocí en los años setenta, cuando al lado de su hijo Tomás y de Fabio Morábito comenzaba a escribir mis primeros versos en la preparatoria. Era una delicia ir a su casa y toparme no sólo con don Manolo, sino con su maravillosa biblioteca donde al lado de Tomás leí a poetas que no hubiese podido encontrar en otra parte.

Don Manolo y su biblioteca eran una sola cosa o, mejor, don Manolo era una extensión reelaborada de esa biblioteca. Alto, grueso, miope, erudito, implacable conversador y maravilloso fumador, era frecuente encontrarlo sentado, a mitad de un pasillo donde había colocado su escritorio, escribiendo entre el bullicio de sus hijos. A mí me imponía su figura. Aquel hombre que siempre vi escribiendo, no sólo había sido secretario del Colegio de México, miembro –junto con Chumacero, José Luis Martínez y González Durán– del consejo editorial de Tierra Nueva, colaborador de revistas como Ábside, Revista de la Universidad de México, Cuadernos Americanos, amigo de los Contemporáneos y de Octavio Paz, sino el escritor de una penetrante biografía sobre Fray Servando, de tres libros de poesía imprescindibles, Estancia en la voz, Primera vigilia terrestre, el Libro del emigrante, y de un puñado de magníficos cuentos. A veces me acercaba tímidamente a su escritorio y contemplaba asombrado su escritura.

Cuando crecí nos hicimos amigos. Lo frecuentaba en su casa y conversábamos entre café y cigarros. De él aprendí grandes lecciones de poesía. Me impresionaba no sólo su conversación llena de referencias y hallazgos, sino su obstinación por mantenerse en las márgenes y su negativa a volver a escribir: aunque jamás dejó la investigación, don Manolo se apartó de los cenáculos literarios, escribió un par de poemas más que agregó al Libro del emigrante y lentamente, con los años, se sumió en un impenetrable y sorprendente mutismo –sobre esos asuntos y el sentido de su obra Juan Pascual Gay escribió un importante estudio que pronto aparecerá en el Colegio de San Luis. Lo admiré y lo lamenté. Lo primero, por su fidelidad a sí mismo, una virtud poco frecuente; lo segundo, porque con ello se perdió, junto con la de Octavio Paz, una de las más lúcidas conciencias y uno de los más altos poetas de México.

Mi afirmación no es banal. El Libro del emigrante es una joya. Nadie, en México, asimiló como Manuel las lecciones de Eliot, Pound y Borges, y produjo una obra tan rigurosa y alta, comparable a Muerte sin fin y a Piedra de sol; nadie tampoco, como lo señala el libro de Juan Pascual, llevó la conciencia del “viajero inmóvil” de los Contemporáneos –personificado en figuras mitológicas– a la del “yo poético”. “El viajero de Calvillo –escribe Pascual– ya no es otro o los otros, sino el yo poético; no es un trasunto del yo, sino el yo mismo.” “Yo, el vagabundo pródigo”, escribe Calvillo.

El historiador, el hombre al que, en medio del bullicio de sus hijos y de su soledad, miraba sentado escribiendo, el hombre con el que conversaba sobre poesía y política en una mesita de su cocina, el poeta que renunció a la vida pública y se sumió en el silencio, viajaba en su interior como el más lúcido de los emigrantes, y en sus migraciones –que eran un allá en el aquí, ese instante donde los tiempos y los eones de la historia convergen en el poema– nos reveló una imagen compasiva, aterradora y profundamente hermosa del hombre en la temporalidad.

Ahora que ha muerto he vuelto a abrir sus libros, a viajar con él y, en medio de mi nostalgia, moviéndome de nuevo entre sus migraciones, a descubrir que el hombre es la presencia que, al abolir el tiempo en el instante del poema, prefigura esa otra migración: la de la resurrección, por la que ahora el poeta transita y en la que un día volveré a encontrarlo.

Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos, derruir el Costco-CM del Casino de la Selva , esclarecer los crímenes de las asesinadas de Juárez, sacar a la Minera San Xavier del Cerro de San Pedro, liberar a los presos de Atenco y de la APPO, y hacer que Ulises Ruiz salga de Oaxaca.