Opinión
Ver día anteriorMartes 17 de noviembre de 2009Ver día siguienteEdiciones anteriores
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¿Es un mito la autonomía universitaria?
E

n estos días que se discute –y quizá se haya aprobado ya– el Presupuesto de Egresos en el que se definirá la suerte de la educación superior y la ciencia para 2010, tuve la oportunidad de leer el artículo: Un Futuro para México, de Jorge G. Castañeda y Héctor Aguilar Camín, publicado en el número más reciente de la revista Nexos. En uno de sus apartados abordan el tema de la educación superior. Me llamó la atención la referencia que hacen a lo que denominan “… el mito de la autonomía”.

Lo que dicen los autores citados es que la autonomía de las universidades públicas coloca a estas instituciones al margen de la auscultación pública o de la evaluación de los ciudadanos –tal y como ha ocurrido, según afirman los destacados intelectuales, con las escuelas en la educación básica, a las cuales, el gobierno y el magisterio separaron de las necesidades del país. La autonomía, señalan, convirtió a las universidades públicas: “… tan celosas de la intromisión externa como poco flexibles a las demandas del mundo exterior”.

Lo primero que sorprende es el paralelismo que establecen los autores entre los vicios en la educación básica y lo que ocurre en la educación superior. La relación que se establece es completamente errónea, pues se trata de universos diferentes. Yo creo que este defecto en el texto citado, se debe, como veremos, a que los autores cuentan con mayor conocimiento acerca de lo que ocurre en la educación en sus niveles básicos, pues las propuestas que se desprenden de su análisis en este capítulo, podrían corresponder quizá con este nivel, pero no con el de las universidades.

Castañeda y Aguilar Camín, defienden la participación de los ciudadanos para evaluar si las escuelas sirven o no. Se refieren, por ejemplo, a los consejos de participación en la escuela pública, establecidos en 1992; nos recuerdan que los padres de familia fueron excluidos por su catolicismo en los años 30 del siglo XX. Defienden la evaluación del desempeño de los maestros escuela por escuela, entre otras medidas. Lo anterior dudosamente puede ser aplicado para las universidades. ¿Por qué?

La cultura de la evaluación en la que actualmente estamos inmersos surgió en México en las universidades y concretamente entre sus comunidades científicas. Como ejemplo, se puede citar al Sistema Nacional de Investigadores y los programas de estímulos al desempeño académico. Este concepto fue copiado y aplicado luego en otros niveles educativos. Ciertamente la revisión del desempeño académico y científico y de la calidad del mismo, es realizado de manera endógena por las propias comunidades académicas en las instituciones de educación superior, que en mi opinión son las más calificadas para hacerlo. Pues si no, ¿quiénes tendrían que realizar la evaluación de las universidades? ¿Acaso la Asociación Nacional de Padres de Familia? ¿La Conferencia del Episcopado Mexicano? ¿Los diputados de la derecha que se burlan cuando le cortan el presupuesto a la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM)? ¿El gobierno, o algún egresado de la Escuela Libre de Derecho?

Afirmar que las universidades públicas son poco flexibles a las demandas del mundo exterior es por lo menos arriesgado, pues la evaluación internacional es una de las constantes en estas instituciones. Esto ha llevado a que algunas de ellas, como la UNAM, sean calificadas entre las mejores del mundo. Estas instituciones concentran sin duda la mayor parte de la investigación científica y tecnológica que se realiza en México, y son las que luchan más decididamente por el acrecentamiento de estas actividades, no sólo para procurar el avance general del conocimiento, sino porque son depositarias de las bases para incorporarse con los sectores productivos. Esta asociación ciertamente no se ha establecido en el nivel que el país requiere, por las distorsiones resultantes de los distintos modelos de desarrollo económico adoptados, pero no por responsabilidad de las universidades, que han insistido una y otra vez en la necesidad de esta vinculación. Por otra parte, tienen razón los autores cuando señalan que la inversión, la productividad y el ahorro son las palancas para la creación de riqueza. Desafortunadamente, en su texto, quizá por su carácter general, no se profundiza lo suficiente en el papel de la ciencia y la tecnología en ese circuito, que ha sido analizado exhaustivamente en el caso de las naciones de Asia del este.

La autonomía universitaria no es una emoción de la cual sea difícil desprenderse, es un concepto racional que sigue siendo válido, pues en el caso de México es la garantía para evitar los caprichos de los poderes político, económico, militar o eclesiástico sobre el desarrollo del conocimiento. Habría que recordar la experiencia desastrosa de la antigua Unión Soviética en la era de Stalin y Lysenko.

La autonomía, lejos de ser un mito o un lastre para el desarrollo del país, ha sido la mejor fórmula para impedir la imposición de la educación socialista en los tiempos de Antonio Caso y Lombardo Toledano, y lo es hoy frente a los intentos de imponer la teoría del diseño inteligente sobre la evolución darwiniana, por ejemplo.