Opinión
Ver día anteriorLunes 23 de noviembre de 2009Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Viaje a las estrellas
A

preté el volante con firmeza, temiendo que en cualquier momento lo tragara la cortina de niebla circundante, o se evaporara. Atrapado en la cápsula difusa que provocaban los faros del carro, no me desbarranqué nada más porque seguí la línea blanca de la carretera como ciego sin bastón.

A punto estuve de pasarme. La neblina ocultaba las señales y los letreros de la carretera. Pero di bien. ¿Qué buscaba allí? En realidad, nada, fuera del lugar mismo. ¿A dónde había llegado? ¿De qué lugar estoy hablando? Uno que me sé. Pocos mapas lo registran, y en letra diminuta. La tierra y las nubes se juntan y forman un túnel de cristal traslúcido, no exento de peligros, hacia el corazón de la noche.

Estábamos en la más oscura noche del mes. O del año. La Luna nueva, único lunar en la página del calendario de casa, quedó confirmada en la intemperie de los hechos cuando me detuve, apagué el motor, y como dicen tramoyistas y gente de cine, maté las luces. No se veía ni madres.

Encendí una lámpara de mano y el rayo penetró la niebla. Su lanza de apretada luz era larguísima y se me puso delante como las espadas resplandecientes de La guerra de las galaxias. Una sensación un tanto fálica, debo confesar. El rayo no iluminaba, no permitía ver más que su propio halo hundirse en una nada. Me orientó, eso sí, sobre la vereda, y mantuvo a razonable distancia el borde de un abismo cierto.

Recorrí un buen tramo a ciegas. Y un anciano parado en un breve terraplén, en algún momento. Supuse que guardaba la entrada, si es que aquel paraje indistinto podía servir de entrada o salida de algo. Enmascarado por la ausencia de Luna, una sombra todo él, con los ojos bien abiertos, no me permitió ni me impidió el paso, sólo musitó buenas noches sin moverse.

Anduve. Quiero decir, seguí andando. El silencio era húmedo en el descenso. Por una vez en la vida, la mochila no pesaba. Me pareció escuchar, en sordina, las largas us de un tecolote. De manera tan súbita que me detuve, se acabó la niebla y salí a un prado que la penetrante luz de la lámpara mostró ancho como la realidad, pero en completa oscuridad. ¿En qué momento el presente se vuelve futuro? Habrá quien diga que todo el tiempo, que el futuro se la pasa devorando al presente. También habrá quien diga que el futuro a veces no llega, que no llega siempre.

La cosa es que en ese momento sí. Di otro paso y entré al futuro. Uno pequeño, del tamaño del ratito siguiente. Para cómo están los tiempos, ya con eso. Arriba brillaban todas, quiero decir todas las estrellas que deja ver la medianoche del hemisferio esta época del año. Las permanentes Osas, rutilantes, y la Mayor rodando; el Cochero, el Dragón. En el horizonte un manchón de Vía Láctea daba un coletazo de plata sobre la sierra y se perdía en un negro azul. El cielo me pareció un fino huipil bordado con hilo blanco por las oscuras manos de la noche, que están pero no se miran.

No hacía frío, ni calor. Me tumbé bocarriba en una planada, no sin antes sacar de la mochila una frazada y tenderla para no mojarme demasiado. La mirada desentrañó a la desdichada Andrómeda y la estrella Alpheratz, su corona baja; a su presumida madre Casiopea y su cobarde padre Cefeo, rey de Etiopía. Pero también volaba su salvador Pegaso y por ahí, escondido, debía andar el novio Perseo, que no identifiqué.

En bendita ausencia de electricidad, bebí estrellas hasta marearme. Las tracé con un dedo, cerrando un ojo. Reconocí las que pude, como de costumbre pocas. Inútil contarlas. Cerré el otro ojo. Caí dormido. Horas después mis párpados se abrieron de par en par, como en El regreso de la momia. Allí seguían el firmamento, la noche inmaculada. Pero ya eran otros. Las constelaciones de antes se fueron y las nuevas se me hace que eran más. Sentí los huesos duros, como de metal. A tientas me levanté a orinar, con los ojos en alto tratando de reconocer. Regresé a la frazada, me ovillé en S, pues refrescaba, y me dormí inmediatamente. Acuario, Capricornio, Piscis, uf, vaya compañía, mi mero mole. Lo siguiente fue un canto de pájaros.

La luz dorada, casi roja todavía, posándose en el prado y las milpas para despedir a la última estrella (que huía) me hizo entender que el viaje a las estrellas, real y todo, había terminado y empezaba otro día. Tan parecido al de ayer. A veces parece que el futuro retrocede. Sólo parece.