Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 27 de diciembre de 2009 Num: 773

Portada

Presentación

Bazar de asombros
HUGO GUTIÉRREZ VEGA

La Trampa: Alva y López
CHRISTIAN BARRAGÁN

Ballagas o el hedonismo sensualista
JUAN NICOLÁS PADRÓN

El último libro de Emilio Ballagas
ENRIQUE SAÍNZ

Emilio Ballagas: desde su prosa, la poesía
CIRA ROMERO

Poemas
EMILIO BALLAGAS

Rock09. Quince discos para soportar malos tiempos
ROBERTO GARZA ITURBIDE

Leer

Columnas:
Galería
ANDRÉS VELA
Las Rayas de la Cebra
VERÓNICA MURGUíA

Bemol Sostenido
ALONSO ARREOLA

Cinexcusas
LUIS TOVAR

Corporal
MANUEL STEPHENS

Mentiras Transparentes
FELIPE GARRIDO

Al Vuelo
ROGELIO GUEDEA

El Mono de Alambre
NOÉ MORALES MUÑOZ

Cabezalcubo
JORGE MOCH


Directorio
Núm. anteriores
[email protected]

 

¿PODRÍA EL VERDADERO CARLOS
MONSIVÁIS PONERESE DE PIE?

GUILLERMO VEGA ZARAGOZA


Apocalipstick,
Carlos Monsiváis,
Debate,
México, 2009.

Nunca creí esa leyenda urbana de que no existía un solo Carlos Monsiváis sino muchos, que eran vistos al mismo tiempo en marchas, presentaciones de libros, exposiciones, programas de televi sión, en el cine, en el Metro o donde sucediera cualquier cosa digna de ser registrada en una crónica. Ya lo había dicho Sergio Pitol, que lo conoce desde que era un imberbe: “Carlos Monsiváis es un polígrafo en perpetua expan sión, un sindicato de escritores, una legión de heterónimos que por excentricidad firman con el mismo nombre”. Aún así, me resistía a aceptarlo. Pero ahora la creo porque en su nuevo libro llamado Apocalipstick (colorido mot-porteman teau) consigue lo que a una sola persona le resul taría casi imposible: presentar un retrato múltiple y omnis ciente de Ciudad de México y las variopintas huestes que la habitamos.

En algún lugar Monsiváis ha dicho que cualquier foto de Ciudad de México donde no aparez can personas es una abstracción (o algo así) porque lo que la define es precisamente la mucha- gente, la aglomeración, la multitud, la muche dumbre. También dijo que uno de los colmos de la ciudad es que un evento fracase por falta de público (si no fue nadie es porque nunca sucedió). O a lo mejor ni lo dijo él, pero alguien se lo atribu yó para ganar prestigio, vaya uno a saber. Lo cierto es que en esta ocasión ha concentrado su atención en el comportamiento, las actitudes, los usos y costumbres y el imaginario colectivo de eso que por pura comodidad y pereza solemos llamar los capitalinos, chilangos, defeños o –de plano en el colmo de la ordinariez– “distritofederalenses”.

Monsiváis asume juguetona y resignadamente la posibilidad de que en esta ciudad ya haya sucedido el Apocalipsis (y si no nos dimos cuenta fue porque de seguro sucedió durante algún puente vacacional), o a lo mejor ya ocurrió varias veces, con lo que la antigua Tenochtitlan (con todo y Metrobús) sería ya una urbe post-post-post- apocalíptica. Escatológico o no, el libro de Monsiváis funciona como un retablo, o mejor: un mural; o mejor: casi un aleph , que nos lleva vertiginosa mente de un lugar a otro, de un antro a otro, del Metro al Zócalo, de Polanco al multifamiliar, de la Zona Rosa a los malls, de la metafísica del asal to a la economía política del ambulantaje, del viacrucis cotidiano de los embotellamientos al viacrucis de Iztapalapa, del México freudiano al oráculo del libro de autoayuda, del chisme de vecindad al chat , de los prejuicios seculares a los estereotipos postmodernos, de los encueres colectivos a las marchas históricas, del desmadre consuetudinario e instantáneo al insondable pozo de los deseos reprimidos (Álvaro Cueva dixit).

Al igual que en sus anteriores libros de crónica –Días de guardar (1970), Amor perdido (1976), Esce nas de pudor y liviandad (1988), Entrada libre . Crónicas de la sociedad que se organiza (1988) y Los rituales del caos (1995)–, Monsiváis echa mano de su arsenal de recursos conocidos: el humor incisivo, la ironía mordaz, la paráfrasis insólita, el detalle revelador, la cita memorable, el interludio sarcástico; pero a diferencia de sus anteriores obras, en Apocalipstick es posible detectar una depuración estructural, de estilo y de lenguaje (hace poco declaró que tenía miedo de que “ un día la sintaxis acabara por ahorcarlo, de que entre frase y frase quedara atrapado en un paréntesis sin salida”) , además de un esfuerzo de síntesis para estar a la altura de la encomienda: lograr que la metrópolis se vea en el espejo de sus crónicas (¿en verdad lo que escribe Monsiváis son propiamente crónicas o debiera acuñarse el nombre de un nuevo género que habrá de desapa recer junto con él?). Ese espejo tendría que ser colectivo o no sería. Por eso, ahora Monsiváis ha prescindido de los retratos individuales o, por lo menos, de los de celebridades políticas, culturales o del medio artístico, para concentrarse en el retrato multitudinario y casi anónimo (“cada quien es único, pero las maneras de ser único se parecen demasiado entre sí”, dice en alguna parte del libro) de las diferentes especies que pueblan esto que por puritita convención llama mos Ciudad de México, pero que habríamos también de buscarle otro nombre porque todos parecen ya quedarle chiquitos.

Del nutrido conjunto de crónicas, sobresalen, a mi gusto, tres: “Sobre el Metro las coronas”, donde con mirada aguda, entre maravillada y aterrada, nos muestra que el macrocosmos citadino de la superficie se reproduce magnificado en las entrañas subterráneas de la urbe, con todo y variedad incluida: “El vagón del metro es la Calle , el Metro es la ciudad, el boleto es el santo y seña para sumergirse en la asamblea del pueblo, la aglomeración es el origen de las especies, y el usuario (yo en este caso, o en cualquier otro de los escasos seis millones que al día se agregan y se alejan) acepta las fatigas de la convivencia y, lo acepte o no, admira los espectáculos que en sitios con espacio disponible o posible le parecerían abomi nables”.

En “La noche popular”, nos sumerge en la vida de las nuevas especies y costumbres nocturnas de la ciudad, a saber: el sexo en vivo, el stripper y el travesti (el table dance, como institución, quedó muchas páginas atrás), pero sobre todo explora el fenómeno del voyeurismo como una forma del desfogue: “La noche popular, en su rijosidad y su exhibicionismo y su inermidad, mantiene un rasgo esencial de la capital: la conversión del desamparo en deslumbramiento […], una ciudad de estas proporciones requiere del relajo como gran idio ma público de la sobrevivencia… La ciudad es tolerante con tal de que la dejen ser indiferente, y es indiferente para que no le recuerden que se volvió demasiado tolerante…”

Y, en contraposición, en “El Zócalo en cueros” relata los entresijos del encuere colectivo para la “instalación” de Spencer Tunick en la plancha del Zócalo (una foto del insólito acontecimiento ilus tra precisamente la portada del libro): “En el Zócalo, asilo de los poderes simbólicos de la República y la sociedad, en la mañana del 6 de mayo de 2007 se atestigua entre otros fenómenos el nacimiento de una versión inesperada del pudor de masas, que reexamina la eficacia histórica de uno de los grandes elementos de control del comportamiento o de la ‘conciencia de la excen tricidad' de las personas, o como se le diga al miedo al ridículo, ese respeto acongojado al punto de vista, aquí sí literalmente, de las generaciones pasadas y las presentes”.

Ya sea de día o de noche, Monsiváis no pierde oportunidad para desnudar a los habitantes de la ciudad, para maravillarse y cuestionarnos por nuestros comportamientos, costumbres y actitu des, en esta aglomeración urbana que por momen tos parece rebasar los límites de lo posible y lo imaginable, pero se mantiene inevitablemente viva: “ La Ciudad de México día a día se precipita a su final y, también a diario, se reconstituye con la energía de las multitudes convencidas de que no hay ningún otro sitio a donde ir.” Como quien dice, aquí nos tocó vivir y sobrevivir, y Carlos Monsiváis, como un postmoderno san Juan de la Portales, ha dado fe de sus fascinadas y escalo friantes visiones en un libro indispensable.