Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 27 de diciembre de 2009 Num: 773

Portada

Presentación

Bazar de asombros
HUGO GUTIÉRREZ VEGA

La Trampa: Alva y López
CHRISTIAN BARRAGÁN

Ballagas o el hedonismo sensualista
JUAN NICOLÁS PADRÓN

El último libro de Emilio Ballagas
ENRIQUE SAÍNZ

Emilio Ballagas: desde su prosa, la poesía
CIRA ROMERO

Poemas
EMILIO BALLAGAS

Rock09. Quince discos para soportar malos tiempos
ROBERTO GARZA ITURBIDE

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Columnas:
Galería
ANDRÉS VELA
Las Rayas de la Cebra
VERÓNICA MURGUíA

Bemol Sostenido
ALONSO ARREOLA

Cinexcusas
LUIS TOVAR

Corporal
MANUEL STEPHENS

Mentiras Transparentes
FELIPE GARRIDO

Al Vuelo
ROGELIO GUEDEA

El Mono de Alambre
NOÉ MORALES MUÑOZ

Cabezalcubo
JORGE MOCH


Directorio
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Jorge Moch
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Starlets

Viajar en avión en México no es sólo rápido –e incómodo, con esa miniaturización del espacio hacia donde tira siempre el mercachifle; qué importan los riñones de las reses en que nos convierten las aerolíneas, qué importa la ansiedad que produce a muchos despegarse del suelo casi en decúbito supino, rodillas contra respaldos, las manos sin sitio dónde ponerse–, sino esclarecedor. Viajar en avión sirve, por ejemplo, para observar la conducta de los famosos, esa fauna peculiar de actricillas, actores, presuntos cantantes o conductores de programas de televisión, criaturas todas de ego hipertrófico cuyo comportamiento nunca deja de ser, por decir lo menos, pintoresco. El mejor lugar para observar con ánimo naturalista tales ejemplares de la fauna mediática es, quizá después de restaurantes o bares, la sala de abordaje de un aeropuerto. Con algún inconveniente: si el sujeto en cuestión es un famoso –celebridades, se les dice– de medio pelo y el aeropuerto es internacional, lo más probable es que nos aburramos hasta el bostezo espiando por la rabiza del ojo el proceder del(a) famoso(a). Nótese que si la fama de la estrella trasciende fronteras –todo esto es, desde luego y sin ponernos sinforosos ni exigentitos, al margen del verdadero talento o cualidad artística del(a) divo(a)– entonces el comportamiento, además de ecuánime será, en el peor de los casos, de lo más normal.

Pero si se trata de un famoso mediocre, en un aeropuerto del territorio nacional, la cosa se vuelve desde cómica hasta espectacular. Mira, por ejemplo, a este conductor de programas para vacas que pasa en las mañanas en Televisa. Se llama Alfredo. Está decididamente tan o más pasado de tonelaje que quien esto perversamente pergeña; viste traje casual (claro, viejo truco de gordos: un blazer o cazadora esfuma los doce kilos que solamente lleva uno en la tripa frontal), no lleva corbata, el peinado es perfecto, engominado hasta el alma. Cualquier pasajero que llegue a la sala para abordar en el transcurso de la media hora siguiente un avión habrá de buscar, cosa de lo más natural, un asiento libre. Pero no él. Él tiene que ser visto. Sacar pechito, parar la nalga… y ponerse a estorbar en el corredor general por donde va y viene un hormiguero de gente. Hay que ver y ser visto, caramba. Pero la gente es cabrona. Los mexicanos, con las estrellas de la tele, una de dos: o nos desbordamos en una adoración irreflexiva y lacayuna, bovina, o despreciamos cruelmente y castigamos con el látigo de la indiferencia más alambicada. El hombre saca más pechito, para más nalga, se nos va a descoyuntar el infeliz, pienso, pero nadie de la sala lo mira, nadie al pasar lo saluda. Se queda más solo que nunca. Sospecho con toda ponzoña que extraña el foro donde es el rey del horario. Después –mucho después–, ya en el avión, los dioses de la causalidad se apiadan de su insolvencia emocional y aparece… otro actor de Televisa, uno más circunspecto. Llega mirando al suelo en arrebato, casi, de humildad conmovedora. Una voz lo llama, levanta la cara y Carlitos mira a Alfredo. Ambos se iluminan, son cófrades del falansterio ideal. El resto de los pasajeros volvemos a ser jodidos peatones, televidentes pinches que los adoran cuando cuentan chistes malos a cuadro. La plática es para personajes del Olimpo televisivo. Todos quedamos fuera. Su conversación es sonora. Guardamos un respetuoso silencio. Ellos saben, pertenecen, nosotros no. Es liturgia.

Mismo viaje, al regreso de la Feria del Libro donde el más aplaudido y gritoneado no fue el poeta excelso, sino un tipo que vocifera estupideces en la tele y se hace llamar Yordi. Nuevamente, en la sala de espera, para abordar el avión de regreso. Elenco estelar de un programa de segunda de Telehit que se supone que aúpa a tipos irreverentes, que se atreven a ser vulgares en la tele para regocijo de su audiencia de reprimidos, subnormales como ellos. Pero ellos no llegan buscando el corredor de las miradas, no sacan pechito: van en bola. Son una pandilla de facinerosos. El único de quien recuerdo el nombre es al que apodan Borrego. Los otros son apenas más que insignificantes, pero gritan, vociferan como Yordi ante la cámara, resuenan resueltas carcajadas. Saben reír en público. Son unos muchachos formidables. Casi la mafia del buen humor. Detestables.

Instintivamente hurgo en los bolsillos de mi chamarra. Chín. No tengo a mano el control para cambiar el canal y hacerlos desaparecer. Ahí hay una magnífica idea para un invento. Regalo la patente.