Sociedad y Justicia
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Florencia Molina pasó de víctima a activista contra la trata de personas

Fue llevada con engaños a EU, donde trabajó en condiciones de esclavitud. Hoy, su testimonio ha servido para aprobar importantes leyes

 
Periódico La Jornada
Lunes 4 de enero de 2010, p. 36

La trata es como un monstruo que te acecha y no sabes cuándo te devorará, dice con la mirada perdida Florencia Molina, mexicana originaria de Puebla, víctima de trata de personas con destino a Estados Unidos.

Está sentada en una terraza del céntrico barrio de Coconut Grove, en Miami, y bebe un refresco en un vaso rojo de plástico: “La patrona me decía: ‘tú vales menos que un perro. Si yo mato un perro en la calle, tengo problemas; pero contigo, nada me pasaría. Eres una ilegal. Yo pagué por ti. Tengo tus documentos. No existes”’.

Florencia deja de hablar y fija la mirada en el vaso. El calor húmedo se mezcla con el olor a mar y el silencio. Hace un esfuerzo para seguir contando su experiencia, pero el dolor la paraliza por momentos, a pesar de que ha contado decenas de veces su historia. Una historia que ha cambiado la vida de miles de personas.

Gracias a ella y a otros más fue posible aprobar dos leyes en los pasados siete años, que benefician a las víctimas de trata y sus familias en Estados Unidos. Una medida que pretende reducir también el tráfico de mexicanos. México es el segundo país que más víctimas de trata de personas envía, después de Tailandia.

Todo empezó con la muerte de su hija recién nacida en 2001. La extrema pobreza impidió que fuera atendida debidamente en un hospital. La depresión posparto llegó de manera fulminante. Para combatirla se inscribió en clases de corte y confección. Esa decisión cambió su vida. “A los dos meses, mi maestra me dijo que necesitaban costureras en Los Ángeles, California, que tenía tres días para decidir si quería ir. Que ellos pagaban el avión, y que tenía asegurado el trabajo, la vivienda y la comida. Recuerdo que me aclaró: ‘Tu boleto lo pagarás con trabajo. No te preocupes por nada’. Yo le di inmediatamente mi acta de nacimiento y mi credencial de elector. Y a los tres días viajé con ella de México a Tijuana”.

Florencia tenía 30 años y tres hijos de seis, nueve y 12 años, que dejó a cargo de su madre: “Me fui pensando en mi hija muerta. Y en los que dejaba para darles un mejor futuro. Al llegar a Tijuana me di cuenta que algo iba mal. En lugar de transbordar a otro avión nos recibió la que iba a ser mi patrona. Me la presentaron, pero ella no fue amable conmigo, por el contrario, me recibió muy enojada. Me hablaba de forma muy exigente y me presentó al coyote que me iba a pasar a Estados Unidos”.

Florencia nunca más volvió a ver su acta de nacimiento ni su credencial del IFE: “Yo crucé en carro, en ningún momento me escondieron. Me sentaron al lado del chofer. Nunca vi los documentos que el coyote presentó de mí. Recuerdo que luego de pasar me llevaban de un lugar a otro y no me estaba permitido hacer preguntas. Al llegar a Los Ángeles me entregaron con la patrona. Ella supuestamente pagó por mí. Nunca supe cuánto”.

Florencia llegó un 31 de diciembre de 2001. En lugar de celebrar el año nuevo, trabajó 16 horas desde el primer día. Su patrona, otra mexicana de Puebla, vecina de donde ella misma vivía, la levantaba a las cinco de la madrugada para que limpiara su casa, el jardín y los coches. Luego se la llevaba al taller de costura donde hacían vestidos de fiesta que vendían a grandes tiendas.

Florencia dormía en una pequeña bodega donde guardaban las muestras y materiales de producción, sin regadera ni lo necesario para asearse. Tenía prohibido hablar con las otras trabajadoras, tampoco podía pisar la calle y sólo le daban 10 minutos para una comida al día a base de arroz y frijoles. Lloraba todos los días, tanto que pensó que se le terminarían pronto las lágrimas.

“Tenía que compartir la cama con mi maestra. No había jabón ni champú, nada. Era bien difícil. Yo me lavaba la cabeza en el fregadero con jabón de trastes y conseguí un bote para echarme agua; buscaba la manera de asearme. Empezaba a coser en la máquina a las cinco de la madrugada. No tenía permitido encender la luz, porque alguien desde la calle podía ver que estaba trabajando. El taller tenía por dentro rejas corredizas y por la tarde, cuando todas se iban, las cerraban con candado.

La puerta tenía alarma y yo no sabía la clave. No podía escapar. Además, había personas que me vigilaban 24 horas al día.

Sufrió violencia sicológica y física por parte de la patrona del taller: “Me jalaba el pelo tan fuerte que me dolía constantemente la cabeza. Me daba cachetadas, pellizcones, nalgadas, y todo el tiempo me amenazaba: ‘Si no haces lo que yo diga, algo le puede pasar a tu familia. Sé dónde viven tus hijos, tu mamá y tus hermanos. No se te olvide. ¿Quieres arriesgar sus vidas? Verdad que no. Entonces ¡trabaja para que me pagues tu deuda!”’

Florencia cuenta que vivió un verdadero infierno durante 40 días consecutivos. Un día le pidió permiso a su patrona para ir a la iglesia y sorpresivamente ésta accedió: “Yo en realidad quería ir para dar gracias a Dios, para cumplir la promesa que le había hecho. Era un domingo. Por primera vez pisé la calle. Llegué a la esquina y sin saber dónde estaba, en ese momento me di cuenta que era libre. Y pensé: ‘Yo no vuelvo más al taller”’.

Intentó hablar por teléfono a una compañera, pero la operadora sólo hablaba inglés: Sentí una gran impotencia. Me encontraba en un barrio anglosajón y todos los que pasaban eran gringos con los que no me podía comunicar, porque yo no hablaba una palabra de inglés.

Un joven con aspecto latino la ayudó finalmente a hablar por teléfono con su amiga, quien por fin la rescató y la llevó a un restaurante: Por primera vez en más de un mes podía comer algo diferente a arroz y frijoles. Me supo delicioso. Desde que estuve en el taller he padecido anemia aguda y aún no me recupero. El doctor me tiene con tratamiento de hierro por las secuelas de hace siete años.

Florencia sólo estuvo un día con su amiga. La patrona la localizó y tuvo que salir huyendo: Se acercó a la casa y andaba ahorcando al niño de 14 años de mi amiga para obligarlo a que dijera dónde estaba. Gracias a Dios, el muchachito no nos delató. De allí buscamos a dónde irnos. Hicimos una llamada a San Diego y nos fuimos hasta allí, pero en esa ciudad nos encontró la FBI. No sé como se dieron cuenta dónde estaba yo, pero creo que fue porque rastrearon esa llamada que hice.

Pero el Departamento de Inmigración conocía de antemano el caso de Florencia, gracias a la denuncia anónima de una buena persona que llamó a la Coalition for Humane Immigrant Rights of Los Angeles (Chirla), una ONG que se dedica a defender los derechos de los inmigrantes y que había iniciado así una investigación que terminó con la petición formal a las autoridades de localizar a la mexicana.

Llegan los agentes de la FBI y me piden que coopere con ellos contándoles todo lo que me había pasado. Me dijeron que todos mis compañeros del taller estaban en la cárcel. Y les comenté que no era justo, que la mala de todo esto era mi patrona, pero como ellos no sabían quién era quién, pues necesitaban mi testimonio para deshacer el embrollo. Tenía mucho miedo. La patrona me había dicho muchas veces que si me animaba a hablar con las autoridades, ellos me iban a meter a la cárcel y no iba a volver a ver a mis hijos. Yo no creía en las autoridades y, viniendo de México, menos, con la corrupción que tenemos en nuestro país.

El Informe del Departamento de Estado sobre Trata de Personas ha criticado la falta de políticas del gobierno mexicano para prevenir y sancionar debidamente este delito: Necesita perseguir a los tratantes de manera más vigorosa, y asegurar fallos judiciales y sentencias en su contra, dice el documento correspondiente a 2007.

Florencia finalmente decidió cooperar testificando contra la tratante mexicana, a cambio de que las autoridades le permitieran seguir en Estados Unidos: Yo no estaba muy segura de lo que me iba a pasar, pero decidí cooperar para salvar a quienes me habían ayudado a escapar. A cambio, la policía me permitió quedarme en el país con una visa T, que le otorgan a personas víctimas de trata.

Desafortunadamente, la tratante no recibió una sentencia justa debido a que en ese entonces la ley era nueva y aún carecía de mecanismos efectivos en su aplicación. Le dieron seis meses de arresto domiciliario. Pagó una multa de 75 mil dólares y luego quedó libre: Ella luego fue a México a visitar a mi madre. Le dio 20 dólares para que le dijera dónde estaba. Le dijo que yo era muy mala persona. Y mi mamá inteligentemente le dijo que no sabía nada de mí. Es increíble, pero después de siete años ella (la tratante) me sigue buscando. Muchas veces he tenido que cambiar mi número de teléfono. Ha contactado a mi familia varias veces. Ella habló con el padre de mis hijos para que no me los dejara.

Florencia ha intentado rehacer su vida en Estados Unidos. En 2006 le dieron un permiso humanitario para viajar a Puebla y visitar a sus hijos, que ahora tienen 13, 15 y 18 años. Los quiere traer a vivir con ella, pero aún falta un camino por recorrer: Lo que queremos lograr las víctimas de trata es que no nos juzguen los demás. Somos víctimas, no criminales.

Pertenece a un grupo de sobrevivientes de trata de la Coalition to Abolish Slavery & Trafficking, que organiza conferen- cias alrededor del país para alertar a la población sobre este tipo de delitos. Sus testimonios ante los asambleístas de California han sido decisivos a la hora de aprobar la ley AB 22, en 2004 y la TBTRA, en 2008.

Florencia lleva vestido corto con zapatos de tacón, maquillada y con las uñas pintadas. Las ráfagas de viento mueven suavemente su cabello largo y liso, mientras los rayos del sol la deslumbran. Tiene una causa por la cual vivir y muestra orgullosa su foto con el gobernador Arnold Schwarzenegger. Está segura que las nuevas iniciativas legales que criminalizan la trata de personas y aumentan las condenas a los tratantes, servirán para disminuir también el tráfico de inmigrantes con fines de esclavitud laboral hacia Estados Unidos: Esta es mi misión ahora: alzar la voz e informar a la gente, a los mexicanos especialmente, para que no caigan en las redes de los tratantes.