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Ver día anteriorSábado 9 de enero de 2010Ver día siguienteEdiciones anteriores
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istoria fatal de un concepto. El concepto de revolución es tan antiguo como la obra de Aristóteles. El filósofo griego lo empleó para traducir a la política la forma en que los griegos entendían el tiempo. No sólo el de la política, sino el del mundo en general. Como es sabido, esa forma estaba definida por la idea del eterno retorno. En La política se puede leer esa versión fantástica y paradigmática que entiende a los cambios de la polis como si estuvieran regidos por la fatalidad o la esperanza de una historia circular. En esta historia, la monarquía estaba destinada a devenir oligarquía; la oligarquía, una democracia; y la democracia, un paso de retorno hacia el comienzo: la monarquía. Aristóteles no creía en el cambio; creía en una armonía fundada en las desavenencias de la épica trágica.

En el Renacimiento, la metáfora de la revolución pasó a manos de quienes se dedicaban a descifrar los cielos. Copérnico la empleó para describir las órbitas circulares de los astros. No por azar, el énfasis que le dio no fue tanto el del movimiento que regresa a su origen, sino la idea de un fenómeno que se cumplía más allá de cualquier voluntad (ya fuera humana o celestial).

En el siglo XVII, Locke fue el primero en volver a situar el término ahí donde había nacido. Lo desplegó para describir y justificar la rebelión de Cromwell contra la monarquía absoluta, y que se propuso instaurar una monarquía parlamentaria. La idea barroca de la revolución conciliaba así los primeros avisos del orden liberal con el principio monárquico. La versión que hoy conocemos del concepto de revolución quedó fijada entre 1800 y 1820, y su semiótica se debe principalmente a la nada pacífica tradición liberal y, paradójicamente, a los críticos de la Revolución Francesa. La idea liberal de la revolución (que después fue adaptada por anarquistas y socialistas) fijo uno de los grandes relatos de la modernidad: el relato de la mejoría a la mano, de la posibilidad de la edificación de un nuevo orden social, a través del cambio violento de las instituciones que resguardaban al antiguo régimen.

La revolución rusa le dio un nuevo énfasis en el siglo XX: la trama de que ese cambio violento era la vía para la consecución de una utopía, la sociedad socialista. Hacia finales del siglo XX, sobre todo a partir de la caída de la Unión Soviética, el término empezó a desaparecer súbitamente del imaginario político (acaso con excepción de los tratados de historia). Acontecimientos tan significativos como los cambios que ocurrieron en Sudáfrica o los que definieron la historia reciente de Bolivia, que hace tres décadas habrían sido calificados sin pensarlo de revoluciones, hoy son vistos de manera muy distinta.

El fin de la nostalgia (de lo que nunca fue). Los cambios radicales que se sucedieron entre los años 70 y 80 en los países mediterráneos y en América del Sur, los cuales se propusieron dejar atrás regímenes autoritarios para construir sociedades democráticas, dejaron de emplear el viejo término de revolución para describirse a sí mismos y recurrieron a otro concepto, más humilde, menos épico y más contingente: la transición. La pregunta por la súbita reclusión de la idea de la revolución del imaginario político de finales del siglo XX es una asignatura pendiente para la historia política y cultural de nuestro tiempo. Las razones son ciertamente complejas, aunque se pueden vislumbrar tres:

1) Desde la Segunda Guerra Mundial en adelante, la violencia política perdió ese carisma de positividad que le había dado la modernidad desde que Hegel la declaró la partera de la historia. Después de las catástrofes políticas de la primera mitad del siglo XX, la noción del cambio mismo empezó a ver en la violencia una barrera para el cambio.

2) Las revoluciones sociales de la modernidad fueron gigantescas fábricas de profundas transformaciones sociales, pero también tempestivos escenarios que legaron traumas que perduran hasta nuestros días. Cuando en México se dice que la población difícilmente volvería a repetir la experiencia de 1910 a 1920, en la que murieron cientos de miles de hombres y mujeres, se dice algo más profundo que una simple referencia a un pasado violento.

3) Los cambios violentos trajeron consigo en la mayoría de los casos un poder dominado por los violentos protagonistas que los llevaron a cabo. Las revoluciones se vieron envueltas en una sistemática refutación de las ilusiones que las habían hecho posibles.

La certidumbre de lo inédito. El concepto de transición, que tuvo su auge en México desde principios de los años 90, ha tenido un derrotero mucho más breve y fatal que el de revolución. Ligado inevitablemente a historias visiblemente inconclusas, ha devenido metáfora calva, exenta de contenido, incapaz de movilizar (y mucho menos de explicar) los dilemas y los cambios que propició.

Los atributos mitológicos que los mexicanos solemos atribuir a la historia nos han llevado a especular, una vez más, en el mítico ciclo de los años 10, que pasa por las revoluciones de 1810 y 1910. Las contradicciones actuales, el desamparo político, la extrema polarización social por la que atraviesa actualmente el país abonan más a esa profecía que todas nuestras mitologías ocultas y no. Sin embargo, la idea de la revolución es un relato que ha dejado de producir significados no tanto por su antigüedad, sino porque codifica experiencias que se han vuelto intraducibles, y que tal vez pertenecen a un mundo que ya no nos habita. No obstante, el año de 2012, el de la sucesión presidencial –mucho más que el de 2010–, se antoja como un desafío monumental para que la sociedad pueda internarse en él sin salir más enfrentada de lo que ya lo está.

¿Cómo describir lo que está sucediendo en la sociedad mexicana si conceptos como el de revolución o transición parecen radicalmente incompatibles con nuestra realidad cambiante? ¿Cómo describir el desacuerdo entre una sociedad que prácticamente ya no acepta como dadas ninguna de las fórmulas que la distinguieron en el siglo XX y un orden político que no es capaz de cambiar de hecho ninguno de esos métodos?

Lo que está en ciernes es, eminentemente, una discontinuidad, llamémosle ruptura, ruptura social y política, no con la idea del cambio en general, sino de un cambio que sucede por donde menos se le esperaba.

¿Cómo codificar una ruptura social?

Tal vez, lo mejor que se puede decir es que la inspiración de ese cambio tendrá que venir de la incertidumbre de lo que no conocemos: no de las mitologías del pasado, sino de la imaginación del futuro.