Opinión
Ver día anteriorMiércoles 13 de enero de 2010Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Asomarse al cuerpo
D

e cuando en cuando las personas se asoman a su cuerpo o al de otros. Quienes practican deportes lo hacen por oficio; quienes viven por él y para él lo miran por vanidad o para ajustar cuentas con el correr de la vida. Otros lo tocan o lo escuchan cuando la enfermedad recuerda que nada es para siempre. En muchas ocasiones José Emilio Pacheco nos ha iluminado: el tiempo pasa, y no podemos hacer nada al respecto. Es la ley de la vida: todo fenece. El cuerpo per se caduca; el cuerpo enfermo se extingue sin remedio, deshabitado por el tiempo viejo que nunca vuelve.

Las corazas que nos envuelven y protegen –la piel, la familia, los amigos, la situación económica– ceden ante el dolor y tropiezan cuando lo normal deja de serlo. El cuerpo como inconsciencia es privilegio de los sanos; cuando claudica emerge una nueva conciencia, una voz que reclama otro tipo de atención. Una atención distinta que busca recomponer lo perdido y enmendar lo que ha sido lastimado. Ya se sabe. Quien nunca perdona es el tiempo: tarde o temprano, siempre le recuerda a la persona algo acerca de su cuerpo. Le evoca, cuando enferma lo que otros han escrito o han vivido: el libro de la vida está siempre cerrándose. Imposible hojear las páginas viejas sin que el dolor asome.

“La piel humana –escribe Paul Valéry– separa el mundo en dos espacios. El lado del color y el lado del dolor”. El color de la salud es incoloro. El del dolor depende de la magnitud y del tipo de la enfermedad. Sólo cuando penetra la daga aflora la conciencia. Sólo cuando la herida habla sabemos del cuerpo. Nada es para siempre es la lección que emerge cuando la patología toca alguna parte del cuerpo y expone la finitud como realidad y la vulnerabilidad como certeza. La palabra fugaz lastima por lo que significa: no hay regreso. No hay como reinventar lo que se ha ido.

El cuerpo enfermo es antesala de lo efímero y cruel testigo: imposible retornar. La insonoridad de la salud es un regalo; cuando merma la salud la fragilidad y el miedo se imponen. La mayor prueba de la vida no es vivir, es enfermar. Es prudente y sabio repetir las cosas que no agradan: el cuerpo nos pertenece hasta que la enfermedad lo toca. Cuando el desgarro es profundo, el cuerpo, por necesidad, habla otro lenguaje, el lenguaje de la enfermedad. La prudencia radica en acomodarse a lo que dicen las palabras.

Flores de la hierba / en los campos: hasta ese momento / habéis sido, reza el haikú de Asei. Asei, el poeta, habla, a través de la fugacidad de las vidas de las flores: su belleza otoñal termina pronto, finaliza cuando marchitan. Nada queda cuando fenecen las flores de la hierba. Nada es para siempre: las flores nuevas que poblarán la tierra, otrora casa de las viejas, son distintas, son otras. Poco importa que sean flores de la hierba en vez de orquídeas: nada es para siempre. El tiempo no perdona. Quien cuida y mira las nuevas plantas lo hace desde otro tiempo, con otra mirada, con otras manos. Con un tiempo nuevo que ni sabe ni le importa lo que sucedió el día previo.

De cuando en cuando el cuerpo habla. Cuando enferma es preciso asomarse a sus habitaciones. Hay quienes lo hacen para reamueblarlas; otros para detener el desorden. Algunos para escribir las palabras que mitiguen el dolor: Caminar al lado de las palabras y encima del pasado. Otros para aceptar lo que dice Pacheco: el tiempo pasa, y no podemos hacer nada al respecto.