Opinión
Ver día anteriorJueves 14 de enero de 2010Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Teatro y política
E

n este 2010 en que coinciden bicentenario de la Independencia y centenario de la Revolución, el teatro estará expuesto a una serie de celebraciones incoloras, un poco como estampitas de clase de primaria, en el peor de los casos. En el mejor, y esto es un tanto utópico, podría recuperar su vocación de espacio de discusión y de somera muestra de lo que somos y queremos, aunque ésta es una estrella de muchas puntas, algunas de las cuales pueden clavarse –ya ha ocurrido– en una supuesta revisión crítica del pasado desde el punto de vista de la derecha. Excepto los muy cínicos o muy hedonistas, todos o casi requerimos de modelos éticos y sociales: Juárez, como icono de laicismo y más ahora ante la brutal embestida de jerarcas religiosos; Zapata y también Cárdenas como modelos de un agrarismo que se ha perdido, como tantos signos de nuestra identidad, pisoteados por el neoliberalismo, aunque no se deponga una sana y desinteresada discusión crítica. Muchos nos preguntamos qué tan ajenos a esta discusión pueden permanecer nuestros escenarios.

El teatro político ha ido perdiendo terreno en los decenios recientes. Muchos dramaturgos, tanto de los estados y en menor medida del DF, escriben sobre hechos de violencia social aislados, como la producida por el narcotráfico o el asesinato de jóvenes mujeres en Ciudad Juárez, aunque sin contextualizarlas excepto en el caso de los dramas de la emigración hacia Estados Unidos, cuyas causas de desempleo, bajos salarios y destrucción del campo mexicanos sí llegan a describirse. Es significativo el paso del santo popular Jesús Malverde –al que muchos conocimos gracias a El jinete de la Divina Providencia de Óscar Liera–, a guardián de narcotraficantes y personajes similares, hecho que Armando Partida achaca a la descomposición social que sufre el país, en lo que tiene razón aunque cabe preguntarse la causa primigenia de tal hecho, que podemos encontrar en los abusos de quienes gobiernan (o pretenden que lo están haciendo) y en la desinformación y la apatía de la mayoría de los ciudadanos, aunque se dan buenas señales de que esto se está superando y la dramaturgia no lo refleja todavía.

Si revisamos las carteleras teatrales de los años recientes encontraremos que, fuera de los casos inscritos en circunstancias específicas arriba señaladas, (narcotráfico, mujeres asesinadas) se ha representado muy poco teatro político, alguno como referencia a las efemérides de este año, entre las que cabe destacar por su calidad teatral y su profundidad ideológica la reflexión ética de David Olguín, La lengua de los muertos, que se extiende más allá de los hechos narrados hasta abarcar toda posibilidad de política. La mayoría de los dramaturgos y dramaturgas jóvenes parecen darse cuenta de que todo orden social está trastocado y reproducen esta percepción con obras, muchas veces delirantes, de profecías apocalípticas o textos herméticos que repiten de alguna manera el absurdo de la época de guerra fría y que es una manera de entender el caótico país en que se ubican, lo que permite subsistir al teatro como espejo deformado de la realidad.

Sí se han dado algunos montajes políticos en el año que terminó, como fue el de Los lobos, del dramaturgo argentino Luis Agustoni en adaptación de Héctor Bonilla, pero la autocensura hizo que el adaptador y director planteara el hecho de corrupción antes del año 2000, como si los gobiernos panistas fueran impolutos La crítica inmediata abandonó la escena desde que Casa de Teatro suspendió su teatro de emergencia aunque sabido es que nuestro público siempre ha estado ávido de vengarse, así sea de manera sustituta y mediante ácidas representaciones, de quienes considera que lo agraviaron como fue en la época revolucionaria en que los precarios escenarios no se cerraron, y con posteridad en la gran tradición carpera que posiblemente ha sido sustituida por el cabaret, aunque en éste –quizá por razón del horario y el cover– se ha perdido el sentido popular de sus antecesoras. Veremos si el año de los centenarios es un buen periodo para la renovación de un teatro político no panfletario.