Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 17 de enero de 2010 Num: 776

Portada

Presentación

Bazar de asombros
HUGO GUTIÉRREZ VEGA

Cinco brevedades
ENRIQUE HÉCTOR GONZÁLEZ

Un poeta
ARIS DIKTAIOS

Camus y la muerte absurda
RICARDO BADA

El absurdo y el hombre rebelde de Camus o
volver a empezar

ANTONIO VALLE

Camus: regreso al hombre rebelde
GUILLERMO VEGA ZARAGOZA

Siete preguntas para una escritora fuera de serie
ESTHER ANDRADI entrevista con LUISA VALENZUELA

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Columnas:
Prosa-ismos
ORLANDO ORTIZ

Paso a Retirarme
ANA GARCÍA BERGUA

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ALONSO ARREOLA

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La Jornada Virtual
NAIEF YEHYA

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ENRIQUE LÓPEZ AGUILAR

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Enrique López Aguilar
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Cumpleaños

A Milena, en el suyo

Como algunos asuntos que forman parte de las tradiciones cotidianas, el de festejar un cumpleaños –el aniversario del nacimiento– de una persona tiene que ver con la antigua percepción de que la llegada al mundo de un ser estaba presidida por conjunciones y disyunciones planetarias, por signos zodiacales e influencias mágicas que merodeaban al recién nacido. La celebración de los aniversarios exige un depurado sistema calendárico que evite el exceso de algunos personajes, como el del bíblico Matusalén, quien registró el increíble número de setecientos cumpleaños (lo cual habla mal de las cuentas de la Biblia, no de las del longevo Matusalén). Más prudente es Borges quien, en el Prólogo de El oro de los tigres declara: “De un hombre que ha cumplido los setenta años que nos aconseja David poco podemos esperar, salvo el manejo consabido de unas destrezas, una que otra ligera variación y hartas repeticiones.”

Las costumbres observadas por la gente al celebrar sus cumpleaños tienen tal ritualidad que parecen haber nacido dentro del dominio de la magia. En la Antigüedad (según eruditos como arqueólogos, antropólogos e historiadores…), el hecho de felicitar, dar regalos y hacer una fiesta, tenía el propósito de proteger al cumpleañero contra la hostilidad mágica de los demonios durante el siguiente año, de manera que rodear un pastel con varias velas pro viene de los tiempos más remotos. El círculo de velas for maba parte de un rito mediante el que se protegía de los malos espíritus al homenajeado por el año venidero. Esto fue cau sa de que, durante algunos siglos, el cristianismo considerara que la celebración del cumpleaños fuera un asunto pagano (en el transcurso del siglo IV, la Iglesia tuvo la in teligencia de incorporar la paganización adicional de aceptar la costumbre de las fiestas de cumpleaños, pues esto tenía la ventaja de ganar más adeptos entre los evangelizados).

Los antiguos griegos creyeron que cada persona tenía un espíritu protector, o daimon (idea que inculcaron en sus discípulos, los romanos): éste se encontraba presente el día del nacimiento y cuidaba de ella durante su vida, como un nahual, aunque sin el doble animalizado. El daimon tenía un vínculo religioso con el dios en cuyo día nacía el nuevo ser humano. La costumbre de los pasteles con velas encendidas comenzó con los griegos: sobre los altares del templo de Artemisa se ponían panes redondos como la luna, hechos con miel y adornados con pequeños cirios encendidos. Esas primordiales “velas de cumpleaños” estaban dotadas de magia para conceder deseos, de manera que eran como una ayuda para el celebrado y le traían buena suerte. Dentro de esa visión, los saludos y felicitaciones eran parte de la fiesta, pues tenían un poder magnificado: durante “su día”, el cumpleañero estaba más cerca del mundo de los espíritus –de sus nahuales– en el comienzo de un nuevo año personal.

La popularidad de las fiestas de cumpleaños es muy frecuente entre los niños, para quienes el día es motivo de socialización por la convivencia con otros niños y los juegos, dulces, pasteles, piñatas y la excepcionalidad que supone, pero las sociedades civiles y religiosas no han dejado de incorporarlas a sus respectivos calendarios. Desde los aniversarios consecutivos hasta los múltiplos de cinco o diez –jubileos y centenarios–, casi no hay personas ni grupos sociales que no contemplen dentro de sus agendas la realización de alguna fiesta donde sean celebradas fechas de nacimiento y luctuosas –cívicas o religiosas–: hay tiempos agrícolas convertidos en días festivos, en “cumpleaños” de personajes como Buda o Jesús, hay otra clase de acontecimientos que se vuelven aniversarios de estallidos sociales, o cumpleaños de héroes y próceres nativos, actividades que no dejan de tener enemigos que detestan toda clase de fiesta cumpleañera –personal y ajena–, como los Testigos de Jehová, prohibidores de toda celebración por considerarla demoníaca, irreverente o pagana.

Todo esto es bueno decirlo como Tomás Segovia en “El poeta en su cumpleaños”: “No volver a nacer nunca más desde ahora/ quiero saber qué digo cuando me digo eso/ no volver pero no quiero no volver a querer saber/ quiero decir buscar qué fue lo que busqué/ quiero decir que me asombro/ que me pregunto y la pregunta es menos que el asombro/ me asombra haber llegado aquí/ a este mo men to en que estoy viendo vivir aquellas ramas/ pródigas y minuciosas en su reverdecer/ cómo hemos llegado pues el tiempo y yo a este lugar extraño/ cómo es que estoy al fin en esta hora.”