Opinión
Ver día anteriorJueves 21 de enero de 2010Ver día siguienteEdiciones anteriores
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El escopetazo
E

l pasado 15 de diciembre el presidente Calderón presentó una iniciativa de reforma política que se propone atacar diversos aspectos de nuestro arreglo institucional. La propuesta es comparable a un escopetazo porque dispara en muchas direcciones: el Poder Ejecutivo, los partidos, el Poder Judicial, los medios, la relección legislativa y de alcaldes. Es, por consiguiente, un proyecto amplio y ambicioso con el que el gobierno actual pretende responder a la creciente insatisfacción de los ciudadanos con el funcionamiento de nuestra democracia. Joven, endeble, frágil, insuficiente, inacabada, muchos son los adjetivos que ahora se le aplican y que, al igual que los recibía en el pasado, cuando la fórmula se utilizaba para denominar el autoritarismo –llaman la atención sobre su especificidad, que de hecho se reduce a un juicio: la democracia mexicana funciona mal. La reforma calderonista busca corregir ese mal funcionamiento, antes de que la democracia se convierta en una forma disfuncional del poder.

Ciertamente, no es la nuestra la única democracia que no funciona, pero sus problemas pueden atribuirse a restricciones o a lagunas institucionales que sí son específicamente mexicanas, algunas de ellas incluso son un legado del régimen autoritario.

Lo primero que hay que celebrar es que el Presidente está dispuesto a ampliar el ánimo reformista a terrenos distintos del estrictamente electoral, que ha sido durante décadas la materia privilegiada del rediseño institucional que gradualmente transformó el perfil del sistema político mexicano. Así fue porque el régimen electoral y la organización partidista son asuntos fácilmente manipulables: los acuerdos al respecto están más a la mano de los políticos que aquellos que involucran a los intereses del capital o a los cacicazgos sindicales. Con todo y sus dificultades, los debates en materia electoral y partidista, los acuerdos y las consecuentes negociaciones al respecto han estado una y otra vez bajo el firme control de las elites políticas.

Desde esta perspectiva era relativamente sencillo emprender una reforma política. La de 2009, en cambio, afecta a muchos más intereses: la relección consecutiva que propone el Presidente para alcaldes y legisladores involucra al Poder Legislativo, pero también se refiere al orden municipal; al Poder Judicial, al Ejecutivo y a los partidos. La reforma de 2009 abandona el patrón de todas las reformas políticas que le antecedieron desde 1946: el gradualismo. Bajo una apariencia ponderada busca cambios de largo alcance que, de ser adoptados sin grandes modificaciones, sacudirían profundamente sistema político en su conjunto. Pensemos nada más en las implicaciones de la relección legislativa. Si se suprime la restricción a la relección legislativa estaríamos poniendo fin a una tradición callista –inaugurada apenas en 1933, es decir, nada tiene que ver con la Revolución maderista–, y, por ejemplo, a la idea de que el sistema político es una vía de promoción social, como lo fue durante décadas.

Bajo la hegemonía del PRI una carrera legislativa era, primeramente, un canal de ascenso social. Pensemos que en 1946 sólo 20 por ciento de los candidatos a diputados por el Revoluvionario Institucional tenía un grado universitario. En esos tiempos los panistas reprochaban al partido oficial que sus representantes no fueran muy instruidos. Muchos de ellos tenían serios problemas de articulación verbal, que remedió una especie privilegiada de legisladores, los jilgueros, que eran los priístas que sabían hablar y que discurseaban para salvar a sus compañeros del horror que les causaba la tribuna. Después los jilgueros se hicieron indispensables hasta en las campañas electorales, donde calentaban los mítines antes de que llegara el candidato, y no eran pocos los casos en que de plano lo sustituían. Pero éste, gracias a la diputación o a la curul en la Cámara de Diputados, abandonaba las filas del campesinado o de la clase obrera. Después de tres años de disciplinada asistencia al Congreso, se integraba a la clase media, mandaba a sus hijos a una secundaria privada y les aseguraba un futuro de profesionista.

Con todas las virtudes que pudo tener en su momento el Legislativo como canal de promoción social, la verdad es que su función original es otra, y ésa, legislar, es la que la propuesta presidencial reconoce y promueve cuando propone la relección. En su presentación el presidente Calderón subrayó la rendición de cuentas que implica una campaña por la relección, para justificar su propuesta. Sin embargo, el argumento más importante, a mi manera de ver, tiene que ver con la necesidad de la profesionalización de los legisladores.

Hasta ahora hemos pagado muy cara la ignorancia o la improvisación de muchos de ellos, pero los cambios en el equilibrio de poderes imponen la necesidad de que conozcan los temas sobre los que legislan, de que tengan capacidad de debate, y puedan persuadirnos de los beneficios de sus propuestas. Así es, porque el Legislativo ha cobrado importancia para el gobierno del país, y ha recuperado el papel que legítimamente le corresponde en un proceso democrático de toma de decisiones.

A la memoria de Carlos Rico Ferrat.

A su invencible bonhomía