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Ver día anteriorSábado 23 de enero de 2010Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Prisionera en el harén
L

a azarosa vida de la condesa Marga d’Andurain, mujer marcada por el escándalo y olvidada por la historia, es reconstruida por la escritora catalana Cristina Morató en su libro Cautiva en Arabia, publicado por Plaza Janés, que el próximo martes –y luego de su éxito de ventas en España–, comenzará a circular en México. Con autorización de esa editorial, La Jornada ofrece a sus lectores un adelanto del volumen sobre esa legendaria Mata-Hari del desierto

La presencia de Marga d’Andurain despertó gran curiosidad entre las mujeres del harén donde vivían las cuatro ancianas esposas de Ali Allmari y las jóvenes concubinas atendidas por un puñado de esclavas. Aquellas mujeres que la observaban con curiosidad y extrañeza, en nada se parecían a las bellas odaliscas cautivas que en los cuadros de Ingres o Delacroix aparecían desnudas, fumando en narguile, tocando el laúd y esperando la visita del sultán. Las primeras que se acercaron a conocer a la nueva inquilina fueron las esclavas negras que nunca habían visto a una europea, me señalan con el dedo y luego me tocan como si fuera un animal desconocido. Después, Marga pudo conocer a la hija de Sat Kabir y favorita de Ali Allmari, llamada Fakria –de apenas dieciséis años y casada desde hacía ocho con el vicegobernador–, así como a las hijas pequeñas de una de sus esposas fallecidas.

De todas las mujeres que habitaban el harén, hubo una a la que Marga cogió un especial cariño. Se llamaba Musny y era una hija que el vicegobernador había tenido con una esclava negra, pero es hija reconocida y tiene derecho al mismo respeto que las demás. En su libro, describiría con estas palabras a esta hermosa y sensual muchacha: Mientras que a muchas su gordura les hace casi deformes, ninguna hay tan delgada ni tan perfectamente formada como esta negra. Su atuendo es encantador: un pequeño chaleco apretado en los riñones, hecho de muselina de algodón, que deja adivinar unos senos preciosos, y unos pantalones bombachos, ahuecados y recogidos por detrás. Tiene un aire vivo, inteligente y curioso. Se nota que se reconoce superior a las otras mujeres negras.

Desde sus primeras horas de reclusión. Marga sólo tenía una idea en la cabeza: escapar como fuera de aquel lugar triste y carente del más mínimo confort. No sería tarea fácil, pues el palacio estaba vigilado y las mujeres tenían prohibido salir solas, salvo en compañía de algún esclavo. Por el momento tendría que conformarse con dormir en el suelo junto a las demás mujeres –sobre una alfombra fina y desgastada tan distinta a las de las tiendas beduinas– y comer lo que las esclavas le ofrecían aunque le resultara de lo más repugnante. Su primera noche en el harén fue de lo más incómoda y apenas pudo pegar ojo: “Al amanecer me despierto, llena de agujetas, con la cabeza pesada y más agotada que la víspera. A las nueve las esclavas nos traen el fatur, desayuno consistente en: pan hecho en casa; queso blanco de cabra, agrio y sucio, sobre el que están impresas las letras del periódico que lo ha envuelto; cebollas y puerros crudos, con sus raíces y tallos verdes, que hay que empezar a comer por arriba, y finalmente alubias blancas, cubiertas con mantequilla rancia de oveja. El pan tiene la forma de una galleta redonda fina, hecha con harina de cebada y agua de mar. Me resulta difícil tragar toda esta comida, es horrorosa”.

Marga se encontraba en un mundo desconocido para ella, rodeada de mujeres árabes que, sin ningún pudor, opinaban en voz alta sobre las distintas partes de su cuerpo:

–¡Qué ojos tan pequeños tiene!

–¿Y tus manos? ¡Son minúsculas!

–¡Qué rara es su piel blanca!

–¿Tiene el corazón musulmán?

Pero lo que más interesaba a estas mujeres, en su mayoría analfabetas que no conocían otra vida que la del harén, era saber si estoy hecha como ellas en todos los detalles de mi cuerpo..... Su impúdica curiosidad obligaría a Marga, en una ocasión, a utilizar la fuerza: Se aproximan sonrientes y comienzan a tocarme con una simplicidad lasciva, tan minuciosa que me llego a sentir asquerosa y, furiosa, las rechazo a la fuerza. Y sucede que ante la curiosidad insistente de una de ellas, Salma, le rompo la muñeca defendiéndome. Ni siquiera en el hamman, cuando Marga pidió que la dejaran a solas para lavarse, estaría a salvo de las miradas indiscretas de las esclavas. Fue justamente en el momento en que la condesa se aseaba, tras su primera noche en palacio, cuando un pequeño escándalo estalló en el harén. Al salir del baño, Sat Kabir le dijo con rostro severo:

–Parece que has cometido otro nuevo pecado.

–¿Por qué? –le preguntó Marga.

–Una esclava te ha observado por la mirilla de la puerta.

Y no te has lavado según el rito musulmán. Además, hay otra cosa que es más grave...

–Pero ¿hay más todavía?

–No estás depilada.

Marga, sobresaltada porque temía que Sat Kabir la delatara an-te el vicegobernador, la escuchó sin decir nada.

–Sí, y nos preguntamos cómo puede tolerarte así tu marido, pues no eres una verdadera musulmana.

Al oír lo que Sat Kabir le decía a la invitada, las demás mujeres acudieron de inmediato para observar por sí mismas si era cierto que Marga estaba en haram (pecado). Mientras esperaba tendida en el diván a que los ánimos se apaciguasen, de manera inesperada las esclavas y concubinas se abalanzaron sobre ella para intentar acabar cuanto antes con semejante afrenta; en pocos minutos –y sin que Marga pudiera hacer nada por evitarlo– entre todas le depilaron brutalmente el vello púbico. Este desagradable episodio quedó grabado en su memoria: ... inmediatamente se ponen manos a la obra, para hacerme respetar la ley: utilizan pinzas, e incluso sus dedos, y también un jarabe de azúcar que, al endurecerse, forma un bloque que se arranca de golpe, junto con el vello... Me produce un dolor atroz, pero mis protestas son inútiles. Ya no tengo fuerzas para seguir defendiéndome; además, me doy cuenta de que no me conviene enemistarme con estas mujeres ignorantes, ingenuas y con un pudor tan peculiar.

Foto
Durante su estancia en el harén del vicegobernador de Yidda, Marga d’Andurain confeccionó prendas de estilo oriental, como este conjunto con el que posa. La fotografía se tomó del libro Cautiva en Arabia, de Cristina Morató

Habían pasado sólo dos días desde su llegada al harén y ya no soportaba aquel encierro. Como no tenía ropa que ponerse –tan sólo el vestido negro que llevaba cuando desembarcó debajo de la túnica de peregrina–, le pidió a Sat Kabir que la dejara salir para comprar alguna tela y poder confeccionarse un nuevo atuendo. Con la excusa de que las tiendas estaban cerradas porque todo el mundo estaba en La Meca, se le prohibió que abandonara los aposentos del palacio.

Unos días más tarde su suerte cambió. Cuando estaba a punto de perder la paciencia –y escapar como fuera de su encierro–, Sat Kabir la invitó a conocer el palacio de Kosair al-Ardar donde se alojaba el rey Ibn Saud cuando visitaba Yidda. Al fin podría caminar libremente por la ciudad y quizá hacer unas compras en alguna de las tiendas abiertas del viejo zoco. Antes de abandonar el harén consiguió que el vicegobernador le cambiara algunas libras por moneda local para poder adquirir unos metros de tela y renovar así su vestuario. En compañía de dos esclavos, Marga, Sat Kabir y el resto de las esposas, junto con sus respectivos hijos, se perdieron por la ciudad vieja. Salimos. Nuestros vestidos de interior van cubiertos por una amplia falda negra y una esclavina, parecida a la que nos cubre la cabeza. También llevamos el doble velo de crespón negro que nos oculta la cara. Esta especie de pelerina cae hasta el talle y oculta las manos. Pero no se pueden enseñar las manos sin pecar. Sin darme cuenta dejo sueltos los brazos, lo que enfada a Sat Kabir. Los esclavos nos sirven de cortejo y al tiempo nos guían, pues ninguna de las mujeres de Ali Allmari conoce ni sabe orientarse por el laberinto de callejuelas de la ciudad.

En aquel corto e inesperado paseo Marga pudo comprobar por sí misma que Yidda era una ciudad muerta donde ningún perro ladraba, ningún niño lloraba, salvo en el aún semidormido bazar donde deambulaban algunos peatones. Sat Kabir le contó con tristeza y cierta nostalgia que Yidda, antaño un floreciente puerto comercial, era ahora una ciudad miserable y sin comodidades donde estaba prohibida la música y hasta la fotografía. La secta wahabí, tras la conquista del Hiyaz, había prohibido a la población cualquier tipo de distracción. En el país el Ibn Saud están prohibidos el tabaco y el alcohol. Los árabes detenidos por beber arak son condenados a seis meses de cárcel y además a cien bastonazos el día primero de cada mes... Hablan del vino como una droga dañina y odiosa... y, sin embargo, el automóvil y el teléfono son de uso corriente. Durante su larga estancia en la ciudad, sería testigo de excepción del temor que la gente sentía hacia la policía religiosa de Saud –conocida como mutawa– encargada de mantener el orden moral. Estaba prohibido el uso del tabaco y todo consumo de alcohol; tampoco se permitía el canto ni la música y se obligaba a las mujeres –incluso a las extranjeras– a salir a la calle totalmente cubiertas con un velo. Los baños de mar no estaban autorizados y un Comité de la Virtud se encargaba de castigar a las mujeres que osaban acercarse a la playa.

El palacio de Kosair al-Ardar, también conocido como el Palacio Verde, se levantaba a las afueras de la ciudad, a un paso del mar, en la ruta a Medina. Era una gran mansión encalada, con una amplia galería central y doce ventanas en la fachada, con las contraventanas verdes que recordaba una villa de los alrededores de París. Marga entró en el edificio por una inmensa puerta cochera y siguió a Sat Kabir que estaba ansiosa por mostrarle el dormitorio real donde dormía Ibn Saud. Me enseñan con respeto el dormitorio real. Las mujeres están convencidas, al igual que los esclavos, de que nunca en mi vida he podido ver nada más hermoso. Con cierta ironía describía el mobiliario que decoraba la estancia: No he podido dejar de sonreír ante una cama de metal plateado, con un espejo ovalado en la cabecera y cuatro lámparas eléctricas en los extremos. De un dosel, igualmente plateado, cuelgan unas cortinas de tul con bordados. El colchón no tiene sábanas... En una esquina hay un amplio armario con espejos y una cómoda a juego, y además sillas y sillones forrados con felpa de un verde intenso. Para las mujeres del harén este palacio y su espléndido mobiliario antiguo europeo propiedad del soberano eran lo más hermoso y lujoso que habían visto en su vida.