Otomíes veracruzanos en Estados Unidos

Quince años de migración continua

 

Alfredo Zepeda

 

Isauro Mariano de la comunidad otomí de Micuá llamó de Cananea a la caseta de Tzicatlán, Veracruz, avisando que ya había encontrado a los polleros de la Panchita. Era el 12 de septiembre de 1994. Una semana después llegó a Nueva York a juntarse con una docena de mestizos de Amaxac y Tlachichilco, los que acababan de inaugurar la ola de emigración de la Sierra Norte de Veracruz.
Quince años después, en julio de 2009, Rey Bonilla de la misma comunidad, cruza el desierto de Altar del lado de Arizona. Eran cuarenta y cinco los conducidos por el guía que les mandó el Gabino, uno de tantos acreditados en Phoenix, la capital de los coyotes. Han de caminar cuatro días y cinco noches. Delante del grupo avanza una veintena de jóvenes, cada quien con su mochila repleta con 25 kilos de mariguana. El que los encabeza entregó a cada uno de los mojados, por cien dólares, un salvoconducto foliado. En el billete se lee: Ruta Altar-Sasabe y un sello de pagado. Una semana después Rey está en el barrio de Astoria, en Nueva York.
La emigración al otro lado, al nan guadí, ya se instaló como parte de la vida de las comunidades de la Sierra y la Huasteca de este lado. Porque las causas de origen y sus efectos permanecen hasta ahora por la terquedad obtusa de los gobiernos. El calendario de las atrocidades se verifica: el artículo 27 desmantelado y su hijo primogénito, el programa Procede, para privatizar la tierra comunal; la firma del TLC, la vida campesina incorporada al elenco de los olvidos, la negación de los derechos de los pueblos indígenas, el Procampo y el Oportunidades migajas de la miseria, la modernización forzada —todo al servicio de un desaforado y agónico sistema de acumulación transnacional ávido de ganancias y territorios.
De los nueve mil habitantes otomíes de Texcatepec, mil doscientos andan entre Nueva York y Masachusetts. De los doce mil náhuatl de Ilamatlán, más de mil se reparten de Filadelfia a Carolina del Norte y Atlanta. Cada vez más los solteros jóvenes. Menos del cinco por ciento mujeres. Las estancias se han prolongado a cinco y diez años. Aunque nadie dice que se va a quedar allá. Los de más de cuarenta años de edad, después de tres o cuatro vueltas, finalmente han preferido asentarse en la comunidad para reencontrar su milpa y su potrero. Acabaron por confirmar que la realidad y los sueños y el trabajo verdadero se encuentran en los repliegues de la sierra.
“Con ese dicho del sueño americano”—comenta Ezequiel Zeferino—quieren hacer pensar a la gente que la vida de allá es mejor, igual como Calderón anda trayendo su Vivir Mejor. Pero nosotros, cuando estamos allá, todo el tiempo pensamos acá en el Cerro del Brujo, el que siempre cuida nuestra comunidad”. Más simple y verdadero es el vivir bien y convivir, como dicen los awajún del Perú y los rarámuri de Chihuahua.

A estas alturas, la red de información mutua para saber de las vacantes en el carwash y en el corte de jitomate en la Shepard Inc, de Bridgeton se consolida entre más se reparte la gente a lo largo de la línea del tren rojo que une Nueva York con Stamford. Pero sobre todo funciona para adaptarse colectivamente al sistema nacional de trabajo ilegal, paralelo y tan indispensable como el controlado en sindicatos con seguro social y pensiones de retiro. “Aquí en New Jersey no es posible vivir ni trabajar sin traer varias credenciales mentirosas,informa Beto Ruperto, mostrando una tarjeta de la social security. “Eso es lo que vamos aprendiendo de los gringos”. Parte obligada de la costumbre de resistir es adaptarse a la legalidad realmente existente, que no es la de las leyes de un país que finge respetarlas.
En Carolina del Norte los papeles de identidad dominicanos o puertorriqueños se venden entre 900 y 1200 dólares, para entrar a destazar pollos en las chicken plants de Raeford en Carolina del Norte. Ricardo Hernández, náhuatl de La Soledad, se llama Jorge Laguna en la planta de Mountaire. Cuando el manager avisó al personal que al día siguiente vendría la migra a revisar papeles, la planta de dos mil trabajadores paró una semana.
Puede decirse que nadie que haya entrado después de la amnistía efímera decretada en la Ley Simpson Rodino de octubre de 1986 tiene papeles. Los hoteles de Clearwater, en las playas de Florida fueron construidos por una inmensa mayoría de indocumentados. El pasado 13 de septiembre celebraron allí el Grito de la Independencia. Ochenta por ciento de la multitud era otomí, del Valle del Mezquital, de los que empezaron a llegar por el año 84 de Cardonal, Orizabita e Ixmiquilpan.

La masa de dinero que entra en las comunidades de la Sierra es diez veces mayor que la que entra por los proyectos del gobierno. Las remesas de los migrantes convirtieron a Telecom en un banco que cada día entrega cientos de miles de pesos en las oficinas de Huayacocotla y Chicontepec. El dinero es ante todo para la alimentación, el vestido y la salud o para el gasto escolar cada vez más caro. También para el pago de los peones en la milpa y el potrero. Alfredo Soto trabaja desde hace tres años en el restaurant Gold Medal de Astoria sólo para pagar los tratamientos de su papá al médico y a los laboratorios de Chicontepec.
Pero el gasto mayor es para construir vivienda. Nadie reconocería Ayotuxtla con sus casas de dos pisos, después de estos quince años de migración. Bernardino Fernando, en sus cuatro vueltas al Bronx ya construyó su vivienda de diez cuartos sobre la ladera de El Pericón, aunque sólo utiliza dos, con su esposa y sus cinco hijos. Y Goyo Antonio, su vecino, lo justifica: “La casa la ven todos y es señal de que el Berna se fue a trabajar y no a pasearse”. La demanda para pegar ladrillos y colar techos de concreto se desorbitó. Los de La Florida se iban antes a trabajar de chalanes a la colonia El Arbolillo en Pachuca. Con la migración pasaron a ser albañiles en las comunidades de Ayotuxtla y Tzicatlán. Y los albañiles de antes se convirtieron en maestros de obra. En Zoquitla, Ilamatlán, la asamblea comunitaria asignó un terreno grande en el fondo común para los solares de los jóvenes emigrantes en Atlanta y Fayetteville, Carolina. Al sitio le llaman La Colonia de los Gringos.
La emigración no es un fenómeno. Forma parte ya de la vida de las comunidades indígenas. No el “sueño americano”, sino la necesidad impuesta del dinero la desató. La emigración de los indígenas, hombres de maíz, se enmarca en la guerra declarada por el gobierno de los dos países y por las empresas que no respetan fronteras para desbaratar el modo de vida campesino y de la comunidad. En la guerra se arriesga la vida. Un destello es el episodio de Rey Bonilla, apostándola en el desierto de Arizona, controlado por los narcos, plagado de migras y vigilado por los sensores de movimiento que la empresa de los aviones Boeing, contratada por Bush, instala en la línea.
Con todo y todo, la guerra no se pierde. Los pueblos náhuatl, tepehua y otomí, con su cultura de tres mil años resisten con el trabajo común, levantando cosechas de maíz nativo, con la defensa del territorio, con la autoridad propia, y, con el valor del respeto sobre el espejismo del dinero.

 

La Realidad, Chiapas. Enero de 2010.  Foto: Simona Granati