Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 31 de enero de 2010 Num: 778

Portada

Presentación

Haití en el epicentro
HUGO GUTIÉRREZ VEGA

“Me quedo en Haití”
BLANCHE PETRICH

Corazón atado
ARTURO OREA TEJEDA

Del amarillismo como motor de ayuda
JORGE MOCH

¡Oh infelices mortales!
ANDREAS KURZ

Sonidos de y para Haití
ALONSO ARREOLA

El infierno de este mundo
ROBERTO GARZA ITURBIDE

Haití, año cero
JEAN-RENÉ LEMOINE

Toda tierra es prisión
GARY KLANG

Cuatro poetas haitianos

Haití y la brutalidad del silencio
NAIEF YEHYA

Columnas:
Jornada de Poesía
JUAN DOMINGO ARGÜELLES

Paso a Retirarme
ANA GARCÍA BERGUA

Bemol Sostenido
ALONSO ARREOLA

Cinexcusas
LUIS TOVAR

La Jornada Virtual
NAIEF YEHYA

A Lápiz
ENRIQUE LÓPEZ AGUILAR

Artes Visuales
GERMAINE GÓMEZ HARO

Cabezalcubo
JORGE MOCH


Directorio
Núm. anteriores
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Ana García Bergua

Gigantes vencidos

En las ciudades se entabla una lucha perpetua y silenciosa contra los árboles. Los árboles son lo primero que se destruye cuando un espacio se invade, ya sea por un grupo de colonos urgidos de vivienda gratuita aunque no tengan agua, ni calle, ni luz, ni nada, o por fraccionadores de aquellos codiciosos, sin escrúpulos, de los que son capaces de construir multifamiliares en medio de un pantano con tal de enriquecerse. Sin planeación urbana, sin nadie que los pueda defender tronco por tronco, los árboles se sacrifican en las calles, presas del comercio y el apelotonamiento humano, se talan con saña furtiva. Al igual que los peatones, son cosas vivas y, al parecer, estorbosas, que frente a las construcciones y los coches van perdiendo importancia. Los arquitectos suelen poner unos árboles decorativos en sus maquetas que reflejan muy bien esta idea de los árboles: por lo general se ven pequeños o delgados, si no es que inexistentes, de ramas más bien simbólicas, igual que los tres o cuatro peatones que aparecen por no dejar, perdidos en calles hipotéticas como los desconcertados visitantes de un museo. Cosa de ver los cartelones con que se anuncian los edificios nuevos cuando se prevenden sus predepartamentos: por lo general aparece ahí un edificio dibujado en quién sabe qué calle desierta, muy distinta de aquella donde se está construyendo. Es un engaño muy curioso.

Los vendedores ambulantes aprovechan los árboles para amarrar sus tenderetes; a menudo los troncos albergan basura, colillas de cigarro y botellas de orines, o sirven de armario a algún chiclero –eso sería lo de menos–, cuando no se le ocurre a alguien que podemos ser felices contemplando un pobre pirú o un álamo tapizado de chicles o con el tronco grafiteado. Las ramas se cortan para dar paso a postes de luz y los pájaros los han abandonado por andar de equilibristas en los cables. De verdad que nuestros pobres árboles padecen unas confianzas alevosas. Y aun así nos siguen dando el milagro de las jacarandas, la alegría de los colorines, el estallido de los truenos, la jovialidad de las palmeras. La sorpresa de ver en los parques naranjos chaparritos adornados de frutos, aunque sean incomestibles, y el martirio de los más pequeños, podados como pelotas y pájaros que soportan el ridículo sin protestar. Si nos ponemos listos, encontraremos con suerte capulines en verano, que saben a gloria, aunque medio ahumados, e incluso tejocotes en invierno. A pesar de todo, los árboles continúan su vida silenciosa al margen de la nuestra, aquel simulacro de comparsería que les exigimos, como si de verdad pudiéramos prescindir de ellos. También es cierto que los árboles prosperan mejor en las colonias de las clases apoltronadas, cuyos vecinos pueden exigir y defenderlos de la avidez comercial; en general los pobres viven lejos y sin árboles.

A cambio de nuestra indiferencia, los árboles pueden causar daños tremendos, cuando sus raíces brotan de la tierra, rompen el asfalto y amenazan con levantar casas, como los pulpos de las películas de serie B. O venirse abajo y destrozar edificios, aplastar a la gente y a los coches. Ahí es donde recordamos su verdadera talla, su enorme poder. Hace unos años, una jacaranda cayó muy cerca de mi hogar, a una o dos cuadras, y ocupó toda la calle. Se plantó en el medio como si formara un puente de quince o veinte metros entre acera y acera, igual que un cadáver magnífico y noble que aún se empeñara en dar algún servicio. Los niños de la cuadra se fueron sentando encima del tronco igual que harían los pájaros; los mayores nos quedamos con él un buen rato. La nuestra era señal de simpatía por el árbol y, hay que decirlo, también por el pobre tipo que no tardaría en regresar para encontrar destrozado su coche color naranja, pero esa era otra historia, eso que llaman un daño colateral. En fin, lo fuerte era la imagen del árbol caído, literalmente, la del gigante vencido. Llevárselo fue un verdadero problema.

Todo esto es por las grandes ventiscas enormes de hace unas semanas, que hicieron caer cerca de ochenta árboles en Ciudad de México y provocaron un caos inimaginable: gente herida, coches y construcciones destrozados, apagones de varias horas y un tráfico del que llaman infernal. Si no hubiera sido por que también murieron, se habría podido hablar de la venganza de los árboles, de una venganza ayudada por el viento, ése que por lo común los mece y los hace bailar, poniendo a vibrar sus hojas.