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Domingo 7 de febrero de 2010 Num: 779

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ESTHER ANDRADI

Herta Müller:
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RICARDO BADA

Las silenciosas
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Herta Müller: la patria es el lenguaje

Ricardo Bada

Recapacito sobre las relaciones del Comité Nobel con Europa oriental, aquella que a partir de 1945 se denominó “bloque socialista”. Y llego a la conclusión de que si los historiadores futuros se orientasen por los criterios de Estocolmo, no irían tan desencaminados. Explicaré semejante atrevimiento basándome sólo en datos objetivos.

Desde 1901 a la fecha, la Academia Sueca ha premiado de esa Europa a catorce escritores en total, entre ellos dos novelistas polacos, Henryk Sienkiewicz (1905) y Wladyslaw Reymont (1924), anteriores a la segunda guerra mundial y a la división del mundo en bloques antagónicos.


Herta Müller fuera de una librería en donde un cartel anuncia el lanzamiento de su primera novela, 1988. Foto: Sophie Bassouls

Descartado Tolstoi, cuyo no-premio se justificó con la disculpa de que su postulación llegó fuera de plazo (un indicio bastante temprano de lo burocratizado que estaba ya el proceso de premiación), el primer Nobel al idioma ruso se concedió en 1933 a Iván Bunín, un escritor desde luego bueno, pero asimismo un noble exiliado fugitivo de la Revolución de Octubre.

Para remachar la bofetada sin mano, un cuarto de siglo después, 1958, se le otorga a Boris Pasternak, poeta y novelista del exilio interior, provocando que el Kremlin reaccione de una manera violenta, hasta el punto de obligar al galardonado a rechazar el premio. Y así, en 1965, como para purgar (¡qué palabra tan soviética!) su pecado, los académicos suecos distinguen a Mijail Shólojov, quien nunca hubiese recibido el Nobel si no fuera por el susodicho pecado.

En el cual los pecadores reinciden sólo cinco años más tarde, en 1970, con Alexandr Solzhenitsin, un ex habitante del Gulag y disidente notorio, a quien Moscú exonera de la nacionalidad soviética enviándolo al exilio. Pero esta vez en Estocolmo no vuelven a echarse ceniza en la cabeza: el próximo Nobel ruso será en 1987, a Joseph Brodsky, por más que en la estadística cuenta como estadunidense, nacionalidad que adoptó al exiliarse él también.

En 1961, entre los premios a Pasternack y Shólojov, y como coletazo impotente ante la furia del Kremlin, figura el otorgado a Ivo Andric, serbio de un país hoy día inexistente, Yugoslavia, y en aquellos momentos disidente de la disciplina soviética.

Por lo que respecta a Polonia, 1980 es el año de Czeslaw Milosz, disidente y exiliado, y 1996 (ya extinto a su vez el “bloque socialista”) sería el año de Wislawa Szymborska, que escribió su poesía en el exilio interior, a contrapelo del régimen que gobernaba desde Varsovia.

El resto se cuenta pronto: en 1981, Elias Canetti, búlgaro de ascendencia sefardí, naturalizado inglés, que escribía en alemán (¡¡y qué lujo de alemán!!) y murió en Suiza. En 1984, Jaroslav Seifert, un cazurro poeta nada afecto al régimen de otro país también extinto en la actualidad: Checoslovaquia. En 2002 el novelista húngaro Imre Kertész, superviviente de Auschwitz y de Buchenwald. Y por último, el año pasado, Herta Müller, del Banato (la minoría alemana) de Rumania, un Estado que la censura y persigue hasta hacer que se exilie en Berlín, donde reside.

Así, pues, los historiadores del futuro, si se atienen a los certificados expedidos por Estocolmo, van a concluir que el socialismo de cuño moscovita fue un fracaso en toda la línea. Y tendrían razón, al menos (pero es un menos muy más) en lo que se refiere a la literatura. Curiosamente, la Academia Sueca se habría reivindicado, con ello, y sin querer, de numerosos agujeros negros en los que se hundió –¡qué digo hundirse! ¡bucear a piacere!– a lo largo de un siglo.

(Antes de seguir hago un inciso para señalar el único verdadero gran olvido, el gran descuido, la gran afrenta del Premio respecto de Europa oriental: me parece imperdonable y vergonzoso que excluyera de su canon a todo un Bertolt Brecht.)

Concentrémonos ahora en el caso de Herta Müller. Y comenzaré diciendo que sigo opinando que Gonzalo Rojas, Philip Roth, Mo Yan, Margaret Atwood, Charles Tomlinson y last but not least el brasileño Millôr Fernandes, merecerían más que ella haber sido galardonados con el Nobel. Pero dejemos esa polémica intransitable a un costado de nuestra pesquisa.

Lo cierto es que cuando se hizo pública la noticia de su premio, y ante mi estupor, una colega mostró comprensión hacia el hecho de que se lo hubiesen concedido: “Tiene que ver con el este”, me dijo. ¿Y Christa Wolf –pensé– no es también el este? ¿Y si se trata del este, por qué no dárselo póstumamente a Ryszard Kapuscinski? Pero dejemos también esta otra polémica.

Es evidente que el Nobel a Herta Müller, estando aún viva no sólo Christa Wolf sino también Friederike Mayröcker (quien ya debía haberlo recibido en 2004 en lugar de Elfriede Jellinek), me indignó más allá de lo razonable. Sólo que a fin de cuentas, si no se le otorgaron a Zola ni a Rilke, Ibsen, Galdós, Tolstoi, Borges, ¿qué puñetera importancia puede tener tal Premio?

Confieso que en esos momentos no había leído ni una sola línea de Herta Müller, porque la verdad es que de literatura alemana contemporánea, quiero decir posterior a Böll, Andersch, Lenz, Enzensberger, Grass y Martin Walser, Frisch y Dürrenmatt, Heimito von Doderer, Drach, Bernhard y Handke (para separarlos por países), no sé casi nada, exceptuando a Erich Hackl y Uwe Timm, amigos personales además: Dagmar, la esposa de Uwe, es la traductora de García Márquez al alemán y nuestra amistad se remonta a 1979, que se dice pronto.

Ahora, ya, sí he leído a Herta Müller y escuché con atención suma su discurso de Estocolmo, cuando recibió el Nobel, y que es una pieza oratoria de primera categoría: “¿Puede decirse que justo los más pequeños objetos, ya sean una trompeta, un acordeón o un pañuelo, vinculan lo más disparatado de la vida? ¿Que los objetos giran y en sus vueltas y revueltas tienen algo que obedece a las repeticiones, al círculo vicioso? Se puede creerlo, pero no decirlo. Pero lo que no se puede decir, puede escribirse. Porque la escritura es una tarea muda, un trabajo de la cabeza a la mano: a la boca se la pasa por alto.”

Y también esta media verónica ceñida: “El sonido de las palabras sabe que tiene que engañar, porque los objetos engañan con su material, y los sentimientos con sus gestos. En el punto de intersección donde se unen el engaño de los materiales y el de los gestos, anida el sonido de las palabras con su verdad inventada. Al escribir no puede hablarse de confianza, antes bien de la honestidad del engaño.” ¡Qué hermoso! Chapeau, doña Herta!


Herta en 2004.
Foto: Jens Meyer/ AP

Hay otro discurso suyo que me ha llamado poderosamente la atención, y es el que pronunció en Sarrebruck a los jóvenes que concluyeron su bachillerato en 1961. Herta Müller lo tituló a partir de unas palabras de Jorge Semprún en su libro Federico Sánchez se despide de ustedes, ampliadas luego en su discurso de recepción del Premio de la Paz de los Libreros Alemanes, el año 1994: “A fin de cuentas, mi patria no es la lengua, ni la española ni la francesa: mi patria es el lenguaje. O sea, un espacio de comunicación social, de invención lingüística; una posibilidad de representación del universo, de modificarlo también, aunque sea mínima o marginalmente, por el lenguaje mismo. Ahora bien, en esa patria mía que es el lenguaje, hay ideas, imágenes emblemáticas, momentos emocionales, resonancias intelectuales, cuyo origen es específicamente alemán. Me atrevería a decir que, en cierto modo, ‘lo alemán' –en poesía, novela, reflexión filosófica– es un componente esencial de mi patria espiritual.”

Este párrafo es aplicable íntegramente a Herta Müller, basta con sustituir “lo alemán” por “lo rumano”. Es eso lo que le da a su prosa una calidad indescifrable, un perfume que a veces llega a ser embriagador, y que me recuerda lo que experimenté cuando leí por primera vez a Emine Sevgi Özdamar. La narradora turca en lengua tudesca es una mujer que escribe en un “alemán con sabor a turrón”, como lo definí al reseñar algún libro suyo para una revista española.

En cuanto a lo que Herta Müller narra, usando ese lenguaje, pensemos en su primer libro de cuentos, Niederungen, donde conjura los recuerdos de una niña que no es otra sino ella misma, en Nitzkydorf, un pueblito del Banato, y lo que declaró al respecto en una entrevista al cubano Carlos A. Aguilera: “He aprendido mucho de los libros. He leído a determinada edad un determinado libro que, de repente –y eso seguro que lo han vivido muchas personas–, se volvió muy importante y me abrió los ojos. No era en absoluto necesario que el libro tuviese relación directa con el país donde vivía o con mi situación de vida. Eso es lo incomprensible y lo fascinante de la literatura. Establece semejanzas entre campos totalmente distintos. No hay que ser un autor del propio país para escribir un libro sobre ese país. Por ejemplo, Thomas Bernhard describió para mí de manera más concreta el Banato rumano y su minoría alemana que cualquier otro escritor de cualquier otro lugar. O García Márquez, con su Cien años de soledad. Macondo era para mí Nitzkydorf, porque era un pueblucho similar con mucha soledad dentro. O aquel páramo en El otoño del patriarca. No en balde algunos países suramericanos estaban también marcados por dictaduras.”

Al reseñar en 1984 ese libro, recién aparecido, el crítico alemán Friedrich Christian Delius comenzaba describiendo el marco donde tenían lugar los cuentos de Herta Müller: “Hay que imaginárselo: los alemanes han quedado reducidos a sólo 300 mil personas, son campesinos, artesanos, pequeños comerciantes, no gozan de bienestar pero mal que bien logran pasar el invierno, no albergan intenciones expansionistas, son una minoría bajo el protectorado de un Estado represivo que les concede unos espacios limitados de libertad (idioma, prensa, teatro) pero que los aísla lo máximo que puede.”

Y más adelante, hablando de la prosa de Herta Müller, una fulgurante comparación que opaca incluso el recuerdo de la propia autora acerca de sus lecturas: “Hasta donde alcanzo a ver, este procedimiento poético de romper y mezclar hechos y fantasía, en la literatura en lengua alemana sólo lo domina Wolfgang Koeppen [...] Es un procedimiento que también recuerda al narrador mexicano Juan Rulfo. Los paralelismos con Rulfo son de a deveras asombrosos: la atrozmente arcaica vida rural, la superstición católica, el odio sordo, proporcionan la misma imprimación. Comala, el pueblo devenido cementerio, escenario de la novela Pedro Páramo, y Nitzkydorf, en el Banato, no están muy alejados entre sí.”

Rulfo y Comala, sí, mucho más que Macondo y García Márquez, pero quizás Herta Müller no había leído entonces (y quién sabe si ahora) ni la novela del jalisciense ni El llano en llamas.

Aunque lo cierto es que el asombroso paralelismo de que habla Delius alcanza incluso al título del libro que reseña, Niederungen, que se tradujo al español como En tierras bajas. Pero lo que en verdad significa niederung es “llano” en sentido geográfico, “bajón” en sentido moral.

Repaso el canon Herta Müller: Tango opresivo, El hombre es un gran faisán en el mundo, Febrero descalzo, Viajero con una sola pierna, La percepción es inventada, El diablo está en el espejo, El zorro ya era entonces el cazador, Una papa caliente es una cama caliente, El centinela agarra su peine, El animal del corazón, Hambre y seda, Hoy mejor que no me hubiese encontrado, La mirada extraña o La vida es un pedo en el farol, En el moño vive una dama, El rey se inclina y mata, Los pálidos señores con las tazas para el moka, Columpio del aliento. Y me digo que hay que tener un sexto sentido muy desarrollado, muy depurado, para atreverse a titular así. Así es que cuanto más la leo, más admiro su talento y su talante.

Me siento a mis anchas en la casa de su lenguaje y me río con sus juegos bilingües de palabras (como esas golondrinas que en rumano son rindunica (hileras negras posadas en un cable), y entiendo cómo ella, igual que su compatriota Paul Celan, no renunciará al alemán por nada del mundo: ni Celan por Auschwitz, ni ella pese a Ceaucescu.

Entretanto, ya me reconcilié con la injusticia que ha sido su Nobel en vez de haber sido el de ...

Ah, pero dejemos eso.