Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 7 de febrero de 2010 Num: 779

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Bazar de asombros
HUGO GUTIÉRREZ VEGA

El oráculo
NANOS VALAORITIS

Fiesta para Herta
ESTHER ANDRADI

Para un retrato
de Herta Müller

ESTHER ANDRADI

Herta Müller:
la patria es el lenguaje

RICARDO BADA

Las silenciosas
calles del poder

GABRIEL GÓMEZ LÓPEZ

Horizontes de la imagen
RICARDO VENEGAS entrevista con ENRIQUE CATTANEO

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EL ROMPECABEZAS DE NUESTRA HISTORIA PATRIA

GUILLERMO VEGA ZARAGOZA


Arma la historia. La nación mexicana a través de dos siglos,
Enrique Florescano (coordinador),
Grijalbo,
México, 2009.

Las efemérides que se cumplen en 2010 han sido propicias para la aparición de varias obras que buscan hacernos reflexionar sobre el sentido de tales de acontecimientos y la importancia que pudieran tener para nuestra realidad actual. Una de ellas es precisamente este libro, coordinado por Enrique Florescano, que incluye los textos de un puñado de historiadores y politólogos (Alfredo Ávila, Érika Pani, Aurora Gómez Galvarriato, José Antonio Aguilar Rivera y Soledad Loaeza) sobre la historia de México desde 1810 hasta 2000, quienes “han vuelto a narrar, en una forma sencilla y directa, los sucesos centrales del pasado mexicano”, advierte Florescano en el prólogo.

En efecto, uno de los rasgos distintivos de este libro es el narrativo. Resulta evidente que los autores se pusieron de acuerdo para “contar” la historia de nuestro país en lugar de sólo proporcionar fechas y datos como sucede en muchos otros libros. “Hubo una época en la que no existía la nación mexicana”, así comienza el relato de Alfredo Ávila, historiador de la UNAM, sobre la Independencia, casi como si nos introdujéramos en un cuento de hadas. No obstante, a lo largo del libro, nos encontramos con algo muy alejado de la idealización de los próceres, héroes y caudillos a la que nos tiene acostumbrados la retórica oficial.

Más que en las figuras emblemáticas, los autores han puesto énfasis en los procesos que llevaron a que se produjeran los hechos. Se nota un esfuerzo por bajarle el tono épico y epopéyico a las gestas históricas y poner atención en elementos que en otras obras ni siquiera se mencionan, tales como los aspectos de la vida cotidiana de las diferentes épocas: qué se comía, cómo vivían, cuáles eran sus pasatiempos, además de los aspectos artísticos y culturales.

Sugiero un ejercicio al lector si decide adquirir este libro: léalo como si no supiera nada de la historia de México, como si fuera extranjero o extraterrestre. Al llegar a la mitad se dará cuenta de algo muy interesante: que hasta antes del régimen de Porfirio Díaz lo que ahora conocemos como México no podía ser considerado como una nación. Durante casi tres cuartas partes del siglo XIX, el territorio conocido como México era escenario de las querellas interminables de uno y otro bandos por tratar de imponer su propio proyecto de país, de preferencia desapareciendo del mapa al contrincante. “Lanzando la vista atrás —señala Florescano— nos será posible comprender que la complejidad del México de hoy se encuentra en la amalgama de procesos y circunstancias por los que ha transitado una comunidad que no siempre ha sabido resolver sus dilemas de manera concertada. En medio de continuos desacuerdos, el país ha cruzado por instancias difíciles y de gran crispación social. En algún momento se llegó a temer que el proyecto nacional naufragase.”

Con muchos trabajos, la generación de Benito Juárez logró establecer las bases, pero no pudo consolidarlas. Escriben Érika Pani, de El Colegio de México, y Aurora Gómez Galvarriato, directora del Archivo General de la Nación: “Luego de la derrota frente a Estados Unidos en 1847, no faltó quien afirmara que México había perdido la guerra porque no era ‘una nación'. No obstante, a principios del siglo XX la mayoría de los mexicanos de entonces se identificaban como tales y se sentían parte de una misma comunidad. Sin embargo, ya no concebían a la nación como una comunidad esencialmente política, como un grupo de hombres y mujeres que se habían dado un gobierno y vivían bajo las mismas leyes. Ya no se trataba tampoco de la nación como la comunidad de derechos por la que habían suspirado los políticos de mediados de siglo. La minoría que gobernaba imaginaba ahora a la nación como una colectividad vinculada por la cultura y la historia, y ésta sería la imagen que promovería desde el poder.”

En efecto, páginas más adelante, las historiadoras destacan que la idea de una historia patria –“sin grandes fisuras, en la que todos habían participado con la posible excepción de los despistados y los traidores”, que buscaba sobre todo “enaltecer, emocionar y unificar”, dejando fuera todo lo que no cuadraba en esa trama– fue obra de los hombres de la época porfirista. Fue el propio don Porfirio quien “quiso que el Paseo de la Reforma fuera una gran lección de historia vertida en bronce”.

Resulta evidente que esta acción ideológico-educativa era congruente con la necesidad de alcanzar un consenso uniforme acerca de lo que los mexicanos debíamos entender como “nuestra historia”. En nombre de esta unidad integradora, el porfirismo pavimentó los baches de la historia patria y la concibió como una línea natural, lógica, sin contradicciones, heredera de un destino único que se dilataba hasta el mismísimo imperio azteca. Nada más que al querer vaciar la tina de las contradicciones, don Porfirio tiró el agua con todo y niño. La fracción vencedora del movimiento revolucionario iniciado por Madero en 1910 y el régimen emanado de ella, con la hegemonía del PRI durante casi setenta años, llevaron al extremo el dictum porfirista: toda aquella figura histórica que resultara incómoda y que no contribuyera a justificar el “nacionalismo revolucionario”, tenía que ser denostada, tergiversada o simplemente ignorada.

Por esa razón, muchos mexicanos crecimos con ideas equivocadas acerca de nuestra historia, con mitos y leyendas que en ocasiones estaban en abierta contradicción con los hechos históricos. A modificar esta visión maniquea de nuestra historia, que ha permeado por varias generaciones, están contribuyendo obras de divulgación histórica como este libro, junto con otros más como Contra la historia oficial, de José Antonio Crespo (Debate, 2009); La culpa de México. La invención de un país entre dos guerras, de Pedro Ángel Palou (Norma, 2009); Mitos de la historia mexicana: de Hidalgo a Zedillo, de Alejandro Rosas (Planeta, 2006); Las mentiras de mis maestros, de Luis González de Alba (Cal y Arena, 2002), El Gatuperio. Omisiones, mitos y mentiras de la historia oficial, de Juan Miguel de Mora (Siglo XXI, 1993), e incluso la Nueva Historia Mínima de México (El Colegio de México, 2004), en las que se aborda el devenir histórico de nuestra nación desde una perspectiva alejada del acartonamiento oficialista.

Quizá la única objeción que se le podría hacer a la amena lectura de Arma la historia es el último apartado, dedicado a los años recientes y encomendado a Soledad Loaeza, el cual rompe con el tono narrativo de las secciones anteriores, ya que se presenta como una especie de informe, con muchos apartados, privilegiando las cifras y estadísticas para fundamentar casi cada afirmación, restándole redondez de la obra. Aún así, vale la pena leerlo y reflexionar sobre la historia de estos últimos doscientos años, para imaginar cómo podríamos contribuir a mejorar los siguientes doscientos, trescientos o quinientos que se nos avecinan.