Opinión
Ver día anteriorMiércoles 10 de febrero de 2010Ver día siguienteEdiciones anteriores
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n medio de una furiosa y disolvente campaña en su contra, Barack Obama se embarca en una estrategia para tratar de modificar la desgastada manera de hacer política en su país. La oposición, sobre todo en épocas prelectorales, como en la que ahora se vive en Estados Unidos, se dedica a bloquear toda acción que provenga de la Casa Blanca. Con una marcada minoría, los republicanos pueden ahora detener, con una infinidad de tretas disponibles a la usanza, cualquier programa o ley que pretenda pasar el presidente.

Para evidenciar tal actitud y mecanismos perversos que detienen la labor legislativa, Obama se encerró, después de su primer informe a la nación, con legisladores republicanos en una dilatada sesión, abierta a los medios de comunicación, de preguntas y respuestas. Ahí, sin titubeos y armado con un toque de humor y sencillez, Obama demostró por qué fue un formidable candidato y es, ahora, un ejecutivo excepcional. Una a una, las preguntas, muchas formuladas como trampas retóricas, fueron desarmadas por el mandatario. Y lo pudo hacer gracias a dos de sus cualidades: la primera y más destacable es fruto del esfuerzo individual evidenciado en el conocimiento de los temas de gobierno bajo cuestionamiento; la segunda tiene que ver con su ya reconocido dominio de la tribuna y el elegante discurso. Pero también la disputa se facilitó para el demócrata debido a la cortedad de miras y torpes argumentos exhibidos por los republicanos.

La derecha estadunidense de estos días se viene caracterizando por un cuasiaxioma esquemático enunciado de la siguiente manera: la derecha o es extrema o no es derecha. Así, los republicanos se van haciendo reproductores de sus propios miedos, mentiras y obsesiones recogidas en un movimiento que se expande por ese país, el llamado Tea Party, una pretendida referencia al boicot que desató la lucha por la independencia. Estos militantes partidistas llegaron, a la encerrona planteada por Obama, imbuidos por la campaña previa que ellos mismos han desatado y que se basa en infundios y malabarismos propagandísticos. Un enorme porcentaje de ellos sostiene, por ejemplo, que Obama no nació en Estados Unidos. Otros muchos dicen que es comunista y que apoya a terroristas. Pero las acusaciones de actualidad formuladas por esos legisladores giraron alrededor de la crisis (empleo) y el déficit fiscal (1.8 billones) o su derivada, la deuda pública que, dicen, Obama la incrementará en casi 4 billones (trillones estadunidenses).

Como fácilmente puede distinguirse, la administración de Obama es heredera del desorden y la pésima administración republicana de George W. Bush. Este personaje recibió de Bill Clinton un amplio superávit fiscal y, por las dos guerras en las que se embarcó, adicionadas a las rebajas impositivas a los ricos y grandes empresas, llevó a las cuentas públicas al sitial de casi bancarrota. La crisis desatada, además, quedó marcada por el pensamiento conservador dominante que extendió sus prédicas por todo el mundo. Estos supuestos, verdaderos autos de fe en la magia de los mercados y la autocontención como sustituta de controles soberanos, desembocaron en regulaciones laxas que sostuvieron la especulación sin mesura por parte de la banca, una combinación que resultó fatal y cruenta para el desarrollo global. El pésimo despliegue del crédito disponible, usado sin recato, dio pie a ambiciones desmesuradas de riqueza instantánea, un corolario tan inevitable como dañino que, sin embargo, sigue presente. Después de esta defensa que hizo Obama de sus políticas y programas, el de salud es el núcleo de sus propuestas, la tendencia decreciente en su popularidad empezó a cambiar. Posteriormente, el presidente estadunidense se reunió, en sesión parecida, con los legisladores de su propio partido para recordarles que son mayoría y que deben trabajar con sus contrapartes y abandonar los cauces trillados de hacer política sin atender los problemas de la gente que tanto han desprestigiado al mundillo federal (Washington).

Esto viene a cuento porque, por estos desagradables días de muerte y pleitos prelectorales, se pueden desprender variadas enseñanzas al comparar el liderazgo, personal y el colectivo de la elite, que se padece en México con el arriba descrito sin soslayar sus desviaciones, ineficiencias y extremismos. El señor Calderón nunca podría reunirse con la oposición en una sesión parecida a la que inauguró Obama en su territorio y con los rituales prevalecientes. No tiene el conocimiento, el dominio de la escena y menos aún el arrojo y la visión que se requieren para dar, aunque sea tardío, un golpe de timón a su inocua administración desfalleciente. Simplemente no podría enfrentar la crítica a sus pasados tres años que se extienden, por justa apreciación, a nueve (incluidos los del rencoroso ranchero) bajo el panismo. Sería un lastre irremontable para un achicado y titubeante Calderón.

El michoacano acudirá, en cambio, a Ciudad Juárez, Chihuahua, apremiado por las trágicas circunstancias prevalecientes, muchas de éstas embarradas con intenciones electoreras descaradas, a las cuales no escapan los priístas. Por el contrario, serán, sin duda alguna, las pugnas y los apañes que dominarán cuanto programa se inaugure allá. Ciudad Juárez se ha transformado en el teatro definitorio donde quedará desarmada y expuesta la guerra contra el narco, malhadada insignia de este desgobierno. Mientras ese terrible escenario se plasma, el señor Calderón, en medio de yerros discursivos, se lanza a una plegaria repetitiva de pactos sin sentido y reformas carentes de bases y futuro. El costo social, político, económico y cultural de una imposición.