Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 14 de febrero de 2010 Num: 780

Portada

Presentación

Bazar de asombros
HUGO GUTIÉRREZ VEGA

Falsa memoria de la nieve
GUSTAVO OGARRIO

Dos poemas
PANOS K. THASÍTIS

Cuando los recuerdos pesan demasiado
MARCO ANTONIO CAMPOS

La Cincuentena
PIEDAD BONNETT

Nadie sabe de amor si no ha perdido
ÁNGEL GONZÁLEZ

Confesiones de un Quijote
JUAN MANUEL ROCA

Dos poemas inéditos
LUIS GARCÍA MONTERO

Vista cansada o por sus versos
JOAQUÍN SABINA

Luis García Montero
JUAN GELMAN

Entre lo maravilloso y lo cotidiano
OCTAVIO PAZ

Un poeta que habla en medio de la plaza
RAFAEL ALBERTI

El teatro es vocación y convicción
RICARDO YÁÑEZ entrevista con
ZAIDE SILVIA GUTIERRÉZ

Leer

Columnas:
Prosa-ismos
ORLANDO ORTIZ

Paso a Retirarme
ANA GARCÍA BERGUA

Bemol Sostenido
ALONSO ARREOLA

Cinexcusas
LUIS TOVAR

La Jornada Virtual
NAIEF YEHYA

A Lápiz
ENRIQUE LÓPEZ AGUILAR

Artes Visuales
GERMAINE GÓMEZ HARO

Cabezalcubo
JORGE MOCH


Directorio
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Falsa memoria
de la nieve

Gustavo Ogarrio

Hasta hace un par de años yo pensaba que sabía algo de la nieve. Había leído algunos relatos donde la nieve estaba tan presente que no era necesario mencionarla para imaginarla abatida en los suelos o acumulada sobre las bancas y el césped de algún parque, o simplemente cayendo sobre los paraguas de colores y conquistando poco a poco el trazo del paisaje. Había leído también alguna novela en donde la nieve era el símbolo del regreso del protagonista a su país y la clave cultural y hasta política de la historia. La nieve tenía también para mí resonancias heroicas y trágicas, seguramente como resultado de haber visto una buena cantidad de películas sobre la guerra en Europa y sobre aventuras polares. Recuerdo especialmente una de ellas, protagonizada por Charlton Heston, cuya escena final me persiguió durante varios años de mi infancia: un perro descubre el rostro de su amo enterrado en la nieve, visto a través de un cristal de hielo; nunca olvidaré los ojos abiertos e inmóviles de Heston que simulaban haber sido tragados por la muerte. Eran películas e historias donde los protagonistas luchaban contra la nieve y finalmente eran vencidos por la fuerza ciega y material de su presencia y acumulación.

Al igual que otros fenómenos naturales como la lluvia, la nieve tiene sus propias mitologías, entre ellas también se cuenta la de la bucólica armonía navideña. Las resonancias melancólicas de la lluvia son también evidentes; ya se ha vuelto lugar común asociar la tristeza o la soledad o el horror a las tormentas o a una simple llovizna. Llega a tal punto la presencia melancólica de la lluvia en la literatura que Juan Carlos Onetti decidió sellar su obra narrativa con esta figura, esto en la última frase de su última novela, Cuando ya no importe: “... lloverá siempre”.

Sin embargo, hasta la noche del lunes 17 de diciembre de 2007, yo no sabía bien qué era la nieve. Esta misma noche, antes de dormir, había escuchado en las noticias que era muy probable que cayera alguna nevada en ciertos lugares de Castilla y León, y en Galicia. Me dormí sin atender ni pensar con profundidad la advertencia. El martes 18 de diciembre, Camila (mi hija) y yo bajamos muy temprano por el elevador del edificio donde vivíamos en Salamanca, ella iba en su carriola que yo empujaba todavía un poco somnoliento. Al voltear a la puerta del edificio para medir los alcances lluviosos y quizás helados del clima, antes de emprender el camino hacia la escuela de Camila, vimos por primera vez en nuestras vidas el desplome resplandeciente y jaspeado de la nieve. Era como si un abismo blanco cayera fragmentado en miles de pequeños paracaídas. Nunca había visto ni sentido el acoso de una nevada. La nieve y su presencia física, la blancura inadvertidamente indomable que cubre edificios, automóviles, objetos y personas. Hay en todo este asombro un reflejo primitivo, olvidado, similar al que se experimenta cuando por breves segundos uno intenta mirar el fuego, o el escurrir del agua en las manos como si fuera la primera vez.

Todos los seres humanos somos, de alguna manera, una especie de desterrados de otras culturas, otros climas, otras latitudes. En la lejanía llevamos la marca de lo que necesariamente hemos dejado de ser y de lo que nunca seremos del todo. Las noticias meteorológicas de otros lugares son como telegramas que casi siempre nos anuncian los pasados que nunca recordaremos, las horas y los días venideros que nunca serán nuestros.

Desde ahora, creo advertir que la nieve vista en alguna película, leída o presentida en algún relato, sugerida en cierto pronóstico del clima en geografías distantes, me recordará que alguna vez, en Salamanca, Camila y yo fuimos también testigos de una vida lejana que por momentos se confundió con la nuestra.