Opinión
Ver día anteriorJueves 25 de febrero de 2010Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Incendios
L

a falta de una cartelera sensata que nos indique lo que se presenta en los escenarios es uno de los muchos problemas que tiene nuestro teatro y en el caso de los críticos se subsana con invitaciones a los estrenos y funciones, lo que no ocurría en el caso del Sistema de Teatros de la Secretaría de Cultura, por lo que la actual presencia de la muy capaz Sandra Narváez como subsecretaria de Prensa y Difusión se agradece porque alienta a suponer que a partir de ahora –como ya ocurrió con el restreno de Incendios en el teatro Benito Juárez– estaremos al tanto de lo que ocurra en este circuito teatral sin tanto retraso desde su estreno.

Incendios es la segunda obra de la tetralogía (la primera es Litoral, escenificada también por Hugo Arrevillaga, y las dos últimas son Bosques y Cielo, que sin duda tiene en mente el director para montarlas después) de Wagdi Mouawad en que el dramaturgo francófono de origen libanés explora la guerra y la muerte de su tierra natal que lo llevaron al exilio cuando era un niño. Mouawad es conocido por nosotros porque varios de sus textos, incluso alguno para niños, han sido escenificados por diferentes teatristas. En Incendios se propuso recrear de otra manera la tragedia de Edipo, dado el interés que tiene por los clásicos griegos ya demostrado en otras obras, aunque en ésta el giro final casi linda con el melodrama al no haber un inflexible destino que justifique la coincidencia, pero posiblemente la intención sea mostrar cómo las terribles circunstancias de luchas entre connacionales convierten a las víctimas en victimarios. La historia de Nawal y su familia se inserta en la violencia que ha sufrido Líbano en sus guerras fratricidas y qué bueno que éste sea el marco, porque la masacre de Sabra y Chatila en 1982, calificada de genocidio posteriormente, tiende a ser olvidada en el mundo actual y revivirla, así sea narrada y sin decir los nombres, en los escenarios ayuda a perpetuar su memoria.

La traducción de Humberto Pérez Mortera, hasta donde se me alcanza, guarda los dos lenguajes, el muy florido de Nawal y otros personajes, como la abuela o la otra vieja libanesa –sin duda resabios del habla original– y el violento de Simón, ya asentado en otro país y boxeador, cuando se enfrenta al testamento de la madre, además de mostrar las posibilidades del recuerdo de los pueblos como cuando se habla de la mujer que canta. Dos son también las búsquedas que narra Mouawad, la de la protagonista del hijo que le fue arrebatado, en retrospectivas, y la de Julia, y después Simón, de su padre y de su hermano en tiempo real. Los largos recorridos de estas búsquedas y los tiempos y lugares entramados pueden ser difíciles de escenificar. Arrevillaga resuelve muy bien las dificultades apoyado por la escenografía de Auda Caraza y Atenea Chávez consistente en un largo y alto pasadizo de tablones unidos que, al ser separados y colocados de otra manera, fingen laderas y abruptas montañas. El director presenta a los actores sentados entre el público, sitios de los que se levantarán para dar sus escenas y regresarán al mismo u otro asiento de los resguardados entre los espectadores, o en la segunda mitad, caminando entre terrenos desiguales, a veces con las escenas simultáneas de distintos tiempos, en lugares apartados de la estructura.

Por desgracia esas imaginativas soluciones de Hugo Arrevillaga no se acompañan de una buena dirección de actores que lograra homologar a su elenco. Sucede que cuando se tiene a un actor o a una actriz de la excelencia de Karina Gidi, su desempeño opaca a los demás miembros de una escenificación y esto ocurre en este caso, máxime que no todos tienen un buen nivel actoral. Karina logra vencer la falta de respuesta de alguno de ellos, si se exceptúa a Alejandra Chacón –y a Pedro Mira con el que no tiene interlocución– para lograr momentos de gran sensibilidad y matices diferentes, lo que incluye asimismo a sus dos monólogos sin acción corporal. El montaje se completa con la música de Ariel Cavalieri y el vestuario de Mario Marín del Río.