Opinión
Ver día anteriorMiércoles 3 de marzo de 2010Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Decadencia y democracia
E

l proceso democrático, visto desde los atrincherados intereses grupales en juego, se aparece como un legado cupular de aquellos que, al parecer, lo diseñan y conducen desde las alturas donde tan cómodamente habitan. Nada más viciado que tal visión donde, además, se anida un arraigado y bien conocido prejuicio clasista. Se intenta convencer a las mayorías de que ahí, en esas enrarecidas atmósferas, radica la energía conductora, la creativa responsabilidad, los conocimientos y la experiencia que han dado forma y contenido a las aspiraciones democratizadoras de la sociedad. Sin embargo, el proceso mexicano respectivo no se ata, atempera o desata desde esas conspicuas regiones. Tiene un claro y decisivo contenido popular que lo vivifica y, en ocasiones trágicas, lo violenta. Por eso la transición democrática no queda aislada, intocada por la marcada decadencia que bien distingue a las elites del México actual.

La vida democrática mexicana apunta, con claro acento de veracidad y frustración, hacia una distancia, cada vez mayor, entre las normas diseñadas para ordenar su cauce y prácticas cotidianas, respecto de las necesidades, las penurias y deseos ciudadanos. Aquí y ahora, la transición democrática nuestra se ha extraviado en medio de silencios cómplices, ajustes tardíos o acosada por un barullo ensordecedor que los de arriba derraman sobre la masa indefensa y confiada. Tales mandones han tratado, con poquitero éxito, de convencer a la audiencia mediática sobre un sinnúmero de tonterías: se habla de cenas, comidas dilatadas, acuerdos entre exquisitos y cenáculos donde los actores estelares dieron el toque final, depuraron métodos legislativos o esgrimieron el argumento terminal para interrumpir o continuar tan vital asunto que a todos atañe. La lectura de las entrevistas que llevó a cabo la periodista Carmen Aristegui, condensadas en reciente publicación, es muestra de tan conspicuos aconteceres entre refinados personajes. Ahí, la transición democrática se exprime hasta condensarla en una serie interminable de trasiegos que llevan a cabo ilustres sujetos de la vida pública nacional. Pocas de las voces ahí registradas apuntan sus miradas hacia las masas como fuerza determinante del proceso democrático. Pocos recuentan la influencia o el empuje de los movimientos populares que hacen posible y hasta determinan tanto el nivel alcanzado como la calidad de una democracia.

Los variados índices con que se puede dimensionar la distancia que media entre las normas democráticas y el estado que guarda la sociedad hablan por sí mismos. Se reconoce, de antemano, que la democracia no produce empleos ni valor económico agregado, tratados de comercio, universidades de calidad o avances científicos apreciables. Sin embargo, no se puede disociar tal modo organizativo de la vida en común de sus acompañantes en variados campos laterales de la actividad productiva, educativa, artística o en el bienestar colectivo. Veintisiete años de un crecimiento económico deficiente, apenas 2.1 por ciento en promedio (83-09) anual. PIB per cápita de 0.1 por ciento anual promedio en similar periodo. Tasa de inversión bruta fija de 1.9 por ciento de crecimiento anual. Salarios mínimos que han perdido 71 por ciento de su poder adquisitivo son indicadores que dan sólido mentís a las linduras de un modelo en plena decadencia que se exige prolongar. Sólo la ignorancia de la realidad y la rapaz audacia de algunos beneficiarios se propone continuar. La ruptura democrática de la que se habla insistentemente, la lentitud de su perfeccionamiento, las distorsiones que ha sufrido por años, las irresponsabilidades de los encargados de vigilar su desarrollo o las salvedades que se introducen como distractores para no reconocer sus limitantes hablan, con precisión numérica, de la distancia que separa a las elites de las pulsiones populares. El grupo dirigente, en su creciente separación de los sentires y requerimientos de las mayorías, distorsiona la vida democrática nacional. Es una forma adicional de corromper el ambiente colectivo y hacerlo que trabaje para beneficio de unos cuantos. En ello reside la crítica de una democracia a la mexicana, su lamentable estado actual, el uso y desuso de sus atractivos y exigencias para imponer (no sin cínicas premuras) y hacer prevalecer un modelo que sólo ha beneficiado a unos cuantos y continuar acrecentando sus desmedidos privilegios.

¿Cómo separar las deficiencias democráticas que aquejan a México del desprecio por las vicisitudes, los nulos programas de atención a las desesperanzas de los 7 millones de ninis que ruedan por el país? ¿Cómo se relacionan los manipuleos de los haberes públicos, los groseros fraudes dirigidos por maestros sindicados, gobernadores o delegados federales que manosean los esfuerzos asistenciales, con esa ignorada masa creciente de trabajadores del campo desterrados de sus parcelas productivas por los imperiales dictados de un tratado comercial? ¿Habrá conexión vital entre la ausencia de una política estructural hacia la juventud con la dura abstención de ese sector social, no se diga nada respecto de la inseguridad? ¿Cómo incidieron las reformas pensionarias a la inequidad reinante y de éstas respecto de la desconfianza hacia los políticos y la desilusión por la democracia? ¿Dónde situar las preocupaciones de intelectuales, críticos, artistas y demás abajo firmantes, siempre atentos a las ambiciones de los de arriba; será acaso en las trabas a reformas políticas siempre calificadas de trascendentes y definitivas o en la supervivencia de unos 50 millones de desamparados que no encuentran reposo, empleo y nulo horizonte de esperanza por una vida digna?

Tal parece, por la intensa derrama de preguntas y gritos que esparcen a puñados los medios, que lo medular son las alianzas electorales espurias, el despliegue cotidiano de los discursos del señor Calderón, las trifulcas de senadores en pos de una candidatura o los mea culpa de narcotraficantes y no la búsqueda efectiva para paliar la crisis con salidas concretas, justas, permanentes y modos modernos de hacer política, ésa que se hace con y para la gente.