Editorial

La madurez de una disciplina, una ciencia o un campo de conocimiento está estrechamente relacionada con la precisión y claridad de su vocabulario o lenguaje específico. La pedagogía y las llamadas ciencias de la educación (psicología educativa, sociología, filosofía de la educación y otras muchas) son ejemplos claros de disciplinas cuyo lenguaje específico es síntoma de notable inmadurez.

Por ejemplo, en el ámbito educativo, la palabra examen la usamos para referirnos a un proceso complejo en el que están enredadas diversas acciones y funciones sociales que van mucho más allá de lo que dice el diccionario: examinar es “escudriñar con diligencia y cuidado una cosa”. En la escuela, el examen no necesariamente implica diligencia y cuidado, y en cambio usamos esta palabra para nombrar un acto que entraña invariablemente premio o castigo, inclusión o exclusión, miedo, tensión, angustia, honor y deshonor, y frecuentemente ceremonia, solemnidad y ejercicio del poder.

La mayor confusión en el uso de la palabra examen se genera por la diversidad de propósitos con los cuales se examina. En este número de educación | UACM, Ángel Díaz Barriga, connotado especialista en evaluación, después de hacer ver la perversidad de muchos exámenes que se practican en el sistema escolar mexicano, concluye acertadamente que “En este caso, no se puede tomar ninguna medida en el plano pedagógico, porque hacemos los exámenes para clasificar, pero no para mejorar”. Los especialistas en exámenes escolares han descuidado este asunto fundamental: el o los propósitos del examen. Hay investigaciones, maestrías y doctorados en técnicas de examinación, en formulación de “reactivos” y en elaborados estudios estadísticos para manipular los resultados de los exámenes, pero casi nula reflexión acerca los propósitos de esta tarea.

En ciertos ámbitos, “escudriñar con diligencia y cuidado” puede ser un fin en sí mismo (por ejemplo en la astronomía y otras ciencias), pero en la escuela el examen conduce invariablemente a un juicio, a una evaluación y ésta conduce a acciones prácticas. En un sistema educativo democrático, moderno, la evaluación de un estudiante, y el examen en que se sustenta, tienen como propósito fundamental orientar las acciones que permiten avanzar en el aprendizaje, en la educación. Otro propósito legítimo puede ser dar fe (certificar) que el estudiante tiene tales o cuales conocimientos; el estudiante usará esta certificación para los fines que le convenga.

Los innumerables técnicos, funcionarios y opinadores que juzgan y evalúan instituciones, proyectos y programas educativos también frecuentemente omiten reflexionar acerca de los propósitos de sus juicios y evaluaciones, y muchas veces ni siquiera las sustentan en verdaderos exámenes (diligentes y cuidadosos); consideran que se trata de tomar decisiones de sentido común. Por ejemplo, si un proyecto no da resultados, el responsable de los dineros concluye precipitadamente que no se le da más dinero. La falta de sentido de esta decisión es evidente: suponiendo que el propósito es que las cosas funcionen bien ¿mejorarán si les quitamos dinero?, ¿acaso sus deficiencias obedecen a exceso de dinero? Si las causas de las deficiencias son otras ¿qué ocurrirá si además de no corregir esas otras causas les quitamos financiamiento? Es más, puede ocurrir que las cosas no funcionen precisamente por falta de dinero. Ahora bien, si el propósito no es que las cosas mejoren sino castigar la ineficiencia, pues entonces sí, a retirarles todo el dinero hasta que desaparezcan.

Lo mismo ocurre cuando se examina a un estudiante. Si se trata de ayudarle a mejorar, a aprender, a superar sus deficiencias ¿se logrará esto con una puesta en escena que implica tensión, angustia, sufrimiento? Por supuesto que si se trata simplemente de escoger a los “mejores”, pues no nos detendremos en naderías, los que no son los mejores que se vayan y ya. Pero la pretendida justicia que se hace con los exámenes cae por tierra con las conclusiones de infinidad de estudios que demuestran que en los resultados de los exámenes escolares se manifiestan no precisamente méritos y capacidades sino, muchas veces y con efectos determinantes, historias, circunstancias, condicionamientos y relaciones sociales.

Mucho lograríamos si recuperamos el sentido pedagógico de los exámenes, si nos limitamos a llamar examen a la acción responsable de escudriñar con diligencia y cuidado con un propósito claro, ya sea éste ayudar a que los estudiantes mejoren o simplemente a dar fe (certificar) de lo que saben y de lo que son capaces. Excluiríamos con esto la perversidad de examinar para castigar y premiar, para incluir y excluir, para honrar y deshonrar.

Manuel Pérez Rocha

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