Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 7 de marzo de 2010 Num: 783

Portada

Bazar de asombros
HUGO GUTIÉRREZ VEGA

Las ciudades de Carlos Montemayor
MARCO ANTONIO CAMPOS

Montemayor: regreso a las semillas
RICARDO YÁÑEZ Entrevista con DANIEL SADA

La autoridad moral de Carlos Montemayor
AUGUSTO ISLA

Carlos Montemayor: ciudadano de la República de las Letras
LUIS HERNÁNDEZ NAVARRO

Recuerdo de Carlos Montemayor
LUIS CHUMACERO

In memoriam
Carlos Montemayor
MARÍA ROSA PALAZÓN

Ser el otro: Montemayor y la literatura indígena
ADRIANA DEL MORAL

Quiero saber
CARLOS MONTEMAYOR

Parral
CARLOS MONTEMAYOR

Columnas:
La Casa Sosegada
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Las Rayas de la Cebra
VERÓNICA MURGUíA

Bemol Sostenido
ALONSO ARREOLA

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HÍBRIDOS DESPREJUICIADOS (II Y ÚLTIMA)

Quien la ha visto debe tener fresco el recuerdo: la primera secuencia de Invictus consiste en un compendio icónico-auditivo de imágenes de archivo que da cuenta de los datos históricos mínimos que permiten al lego entender quién es Nelson Mandela, al tiempo que ubican al espectador en el momento diegético preciso en el que se desarrollará la trama que está a punto de presenciar; momento que coincide al cien por ciento con la historia real del personaje.

La segunda secuencia de Invictus es paradigmática respecto de algo que, refiriéndose a la novela como género literario, dijo Gabriel García Márquez hace ya algunos años: en el primer párrafo de la misma deben apreciarse tanto el estilo como el tono y el aliento que han de recorrer a la obra entera. No se sabe si Clint Eastwood habrá leído o escuchado alguna vez la máxima anterior, pero es evidente que tiene bien claro el espíritu de la misma, así como lo conveniente que resulta aplicarla a su quehacer cinematográfico, hecho verificable en prácticamente toda su ya extensa filmografía, y de manera destacada en esta ocasión. Dicha segunda secuencia, trazada con una eficiencia formal que linda con lo elegante, consiste en la yuxtaposición de los dos mundos antagónicos que, en la Sudáfrica de aquellos tiempos, integraban la dominante raza blanca y la dominada raza negra, respectivamente. Ubicados espacialmente en sendos campos divididos por una avenida asfaltada, el grupo de blancos forma parte de un equipo de rugby que practica sobre un muy bien cuidado césped, mientras el grupo de negros patea y persigue, más bien anárquicamente, un balón desinflado de futbol soccer sobre una superficie pedregosa. La habilidad de Eastwood hace que la separación se convierta en unión, cuando por la avenida divisoria hace pasar la caravana que conduce a Mandela, para entonces recientemente salido de prisión y electo presidente de su país.

En ese párrafo fílmico está todo: ahí los tres protagonistas de la historia –Mandela, la raza negra y la raza blanca–, o mejor dicho los cuatro protagonistas, si se incluye al denso y preeminente racismo; ahí el rugby, auténtico hilo conductor de la trama; ahí la síntesis del estado de las cosas en el orden cul tural, socioeconómico y político que subyacen a la historia que Invictus cuenta; ahí la desigualdad; ahí el antagonismo, la división, la incomunicación, el desconocimiento y el prejuicio recíprocos de un grupo respecto del otro, y ahí, finalmente, la presencia de Mandela en tanto icono de resistencia, en tanto líder de autoridad moral incontestable, y en tanto el precipitador/artífice de un período de cambios definitivos que rebasan con creces la esfera del poder político, y que rebasan también el ámbito nacional sudafricano.

Dicho tautológicamente, era imposible contar la historia de un presidente de un país preñado de racismo hasta el tuétano, que se sirve de la pasión que en la población blanca despierta el rugby, logrando hacer de éste –es decir del de porte que es no sólo el más popular sino que es casi elevado a la categoría de religión, como el soccer en Brasil o el hockey en Canadá– no un símbolo divisorio sino uno de unión nacional, sin concentrarse, y de manera preponderante en tiempo de pantalla, precisa mente en el rugby.

A quienes, como el aquí citado hace una semana García Martínez, les provoca repeluz que les cuenten “dos horas” de algo que “no nos dice nada” –es decir, de rugby –, cabría recordarles que, licencias narrativas incluidas, la que Eastwood está contando es una historia real, de manera que, esencialmente, nada hay en ella recusable por cuanto hace a la importancia que tuvo el rugby para la consecución de los objetivos políticos que Mandela perseguía, por cierto bastante logrados. El supuesto “ rugby de más” que Unoscuantos ha querido ver en Invictus hace pensar en dos cosas, a cual más absurda: es como si, en una retroactividad imposible, se le quisiera “prohibir” a Mandela que se haya servido, y mucho, de un deporte como herramienta política, cuando en el fondo sólo hizo exactamente lo mismo que otros políticos bastante menos admirables que él. Paralelamente, y en consonancia con lo expresado aquí al principio de esta entrega, es como si a Eastwood se le quisiera reprochar que haya sido fiel a esa realidad, además de “quejarse” por el hecho de que se haya servido, como suele hacerlo, de los géneros cinematográficos sacándoles todo el jugo posible. Como la citada Un domingo cualquiera, Invictus es efectivamente una película de deportes, pero en definitiva es mucho más que eso, y hace falta tener los prejuicios que este sumaverbos padeció hace una década para no darse cuenta.