Opinión
Ver día anteriorLunes 8 de marzo de 2010Ver día siguienteEdiciones anteriores
Servicio Sindicado RSS
Dixio
 
Cerca del quetzal
N

unca llegaron adonde estaba La Constancia ni las monterías de los madereros, ni los pastizales de los ganaderos, aquellos grandes arrasadores de la selva del siglo XX. Al internarnos, salían a nuestro encuentro caobas intactas y majestuosas, ceibas centenarias, un entramado de enredaderas, bromelias y lianas listas para cerrarse inmediatamente tras nuestros pasos, negándose a ser camino. Rugidos, gruñidos, quejas inexplicables, chirridos, bramidos, croares, aleteares sorpresivos. La vegetación crecía aprisa, a nuestros ojos, sin necesidad de la cámara rápida de los documentales de divulgación científica.

Entonces no estaban de moda los temas ambientales. El famoso fotógrafo se adelantaba a su tiempo, sin saberlo. Más que un cazador de vidas desvanecientes y condenadas, que es lo que él se creía, Míster Agenciota heredaba al porvenir el arma principal de las denuncias de hoy: esta especie, este espacio, esta maravilla existía, y ya no, ¡ustedes la mataron!, ¡alto a la destrucción irreversible de la vida!, ese tipo de cosas.

Nada era ecológico todavía. Ni detergentes, ni combustibles, ni posgrados de biología. La dirección de Medio Ambiente representada por la señorita López, que acompañaba la expedición, era una diminuta dependencia del ministerio agrícola y forestal. Ni la mejor ciencia ficción preveía un calentamiento global. Las pesadillas seguían siendo atómicas o extraterrestres. Los desastres naturales no habían conquistado las fantasías colectivas, películas, historietas, rolas de rock, predicadores televisivos.

Desoyendo a Eliot, la imaginación general creía que el mundo terminaría con un estallido, y no en un lento lloriqueo de paulatina extinción sin fragor ni heroísmo. Phillip K. Dick previó la manipulación de los borregos, pero la imaginó eléctrica, incapaz de epidemia o veneno.

Y conste que National Geographic ya llevaba cerca de un siglo registrando la belleza de todo lo que desaparece, así como hacia 1900 Edward Sheriff Curtis y compañía retrataron para siempre los tipos humanos de decenas de pueblos a punto de extinguirse. La civilización extendía epitafios sin sentirse culpable. A nadie se le había ocurrido que los simples yacimientos de agua serían mejor negocio y más estratégicos que el uranio o el petróleo. El mundo ya estaba loco, pero todavía nos faltaba darnos cuenta. Tanto el capitalismo como el comunismo le estaban poniendo en su madre a la Tierra sin que alguien se alarmara.

Soviéticos y chinos arrasaban comarcas enteras para extraer metales o poner represas, reactores. Ahí están la tremendas fotos de Kudelka en los páramos posindustriales de Europa Oriental. Y desplazaron millones de personas. Los balleneros japoneses, canadienses, escandinavos o rusos asolaban los mares. Las potencias capitalistas borraban del mapa pedazos enteros de África, Centroamérica, Amazonia, Filipinas, Vietnam, Australia, sin que vinieran en mente los términos ecocidio o genocidio. Era progreso, normal.

Décadas después, en el inestable presente donde recuerdo aquella experiencia, todo lo sólido se sigue desvaneciendo en el aire. El viejo Marx lo supo bien, el muy cabrón.

La cosa es que ahí estábamos, agazapados bajo la vegetación verde que te quiero verde y a lo bestia, acechando al huidizo quetzal de varios colores.

–Shh. Está a punto –susurró recio Federico. Con un corto y elocuente ademán nos ordenó permanecer agazapados e inmóviles. Sólo desobedeció el fotógrafo, que sabía lo que hacía. Con instinto felino y ligereza de mimo se aproximó al claro y se apoyó en un tronco, cámara en mano.

Más se le sintió salir de entre la vegetación que bajar del cielo. Un quetzal a la vez largo y diminuto. Como mascada agitada en el aire, apareció de pronto, suspendido en un vuelo inmóvil, de colibrí, aunque echara de menos la economía plumaria y el diseño aerodinámico del chupamirto común.

El quetzal se detuvo sobre una rama, muy cerca de donde estábamos agazapados como ladrones. Le pudimos ver la expresión y cada detalle de su corpulencia. No tenía la mirada despiadada de la mayoría de las aves; la suya, valga decir, era dulce, de grandes ojos negros, arratonados. Toda la cabeza erizada de verde y una cresta punk verdeazul. De una suerte de belfos emplumados brotaba el modesto pico amarillo.

Comprendí que su mayor fragilidad no era el ostentoso y demandante plumaje, sino su absoluta ausencia de crueldad. Mostraba la inclinación inquisitiva de los loros, que son de los pocos pájaros que nos entienden a los humanos. Pero sin su codicia. Una vez que la selva fuera ocupada, un ser así no podría vivir fuera de la inclemente pero intacta intemperie de su selva.

Lástima, hoy quedan unos cuántos. Se siguen dando en tonalidades. Los hay azules, vestidos de cardenal o dorados, aquel era de la gama verde. Su musculoso pecho tenía la forma y el tamaño de un corazón humano, con la aparencia de nervaduras, venas, espesura púrpura, latidos rápidos.