Opinión
Ver día anteriorJueves 11 de marzo de 2010Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Decadencia
E

l increíble enredo en el que se han visto involucrados el secretario de Gobernación, el presidente del PAN, el gobernador del estado de México y la presidenta del PRI sería ridículo si no fuera porque desnuda la miseria real, concreta, intransferible de los políticos bajo cuya responsabilidad actúan los partidos nacionales, considerados en la ley como entidades de interés público. Ni la huera autodefensa de Beatriz Paredes en la tribuna; ni la exigua, tardía y pedestre autocrítica de César Nava, el burlador burlado; ni las expresiones caballerescas que marcan el tono peculiar del cantinflismo gomezmontiano, acallan la sensación de que estamos ante la representación plástica, en vivo y directo, del final moral (pero también operativo) del grupo dirigente en el poder.

No entraré en los jugosos detalles de un escándalo que no deja títere con cabeza, pues, a querer o no, perjudica en grado superlativo al Presidente, pero también a los demás partidos que denuncian la injustificable coalición antidemocrática impulsada por Peña Nieto con la venia del gobierno federal y, al mismo tiempo, se rinden al cálculo de las alianzas sin principios con aquellos que desde el comienzo quisieron ahogarlos en la cuna, antes de competir siquiera.

No deja de tener cierto simbolismo que a la hora de comenzar la discusión en torno a la reforma política, los jefes de los dos mayores partidos nacionales se encierren a decidir sin testigos incómodos, sin la vigilancia de la ciudadanía o la de sus propios órganos directivos, el destino de los impuestos y las alianzas electorales, temas cruciales para aclarar la empantanada agenda nacional. Pero ésa es la realidad que define el autoritarismo, aunque Gómez Mont edulcore lo sucedido hablando de espacios honorables y acuerdos honrados para evitarle futuras molestias a Peña Nieto, hombre fuerte de la Gran Coalición que, en definitiva, ha gobernado al país durante los últimos tiempos y ya, a estas alturas, no puede negar el alcance de sus compromisos.

Qué increíble democracia es ésta donde la bancada del partido oficial se entera por la prensa de los acuerdos con la oposición y donde se especula sobre si el Presidente estaba o no informado de las negociaciones, como si, en efecto, a la crisis institucional  sucediera un estado de peligrosa anarquía que ya muy pocos identifican con la normalidad del juego que algunos aún nombran democracia.

En fin. Estamos ante la decadencia de una forma de hacer política que ha sobrevivido al régimen que la engendró. Lo increíble es que los encargados de resucitarla en parte vengan, justamente, de la oposición histórica y, por tanto, de una generación que nació a la vida pública educada en la fobia al PRI, a sus métodos y rutinas.

Los jóvenes políticos panistas involucrados en este penoso affaire ya se olvidaron por completo de las ilusiones doctrinarias que los guiaron a la militancia (desde la derecha) y ahora se esfuerzan en ser y parecer dueños del oficio que antes detestaban, en figurar como los primeros expertos en el arte del oportunismo que no hace más de una década decían repudiar. Se dirá que no hay nada nuevo, pues el PAN descubrió ese camino con Salinas y al parecer se siente satisfecho con dos sexenios de alternancia, pero éste, abandonado a sus propias fuerzas, no puede solo y depende, le guste o no,  de los reflejos más rápidos de sus aliados que quieren volver a la posición dominante. ¿Quién iba a decir que el PRIAN, más que la caricatura inventada por sus detractores, sería la puesta en escena del ideal soñado por la política cupular y los intereses fácticos, aceitado por el declive de toda aspiración ética superior?

Es probable que una vez apagado el ruido mediático de las declaraciones, el asunto quede archivado, tal vez hasta que se vean cómo funcionan las alianzas en los comicios venideros. Pero una cosa resalta y se suma al arcón de las decepciones nacionales: los partidos, imprescindibles para la construcción de un régimen democrático, viven de la pelea pasada, son el legado de la larga marcha hacia la transición que la defensa de los grandes intereses convirtió en la odisea del  gradualismo con su estela de conservadurismo.

El malestar que no siempre por las buenas razones se esgrime contra la clase política, sin distinciones, en parte tiene que ver con el inmovilismo y la voracidad –el hambre de cargos y recursos– que hizo crecer a los partidos, desarrollarse bajo la mirada complaciente del Estado y con la comprobación de que éstos no quieren cambiar, ajustarse a las necesidades de una sociedad en continua transformación. Pero el ciclo ha terminado y no hay esperanza de que las cosas vuelvan atrás. Se plantean grandes cambios, pero, ¿qué reforma puede esperarse de quienes han sido incapaces de impulsar su propia renovación? ¿Por qué habríamos de esperar la afirmación de nuevos valores democráticos allí donde cuatro personas con poder pueden decidir por sí mismos, conforme a su intereses y responsabilidades qué le conviene al país? ¿Son los partidos irreformables?