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El rayo que no cesa
M

e llamo barro aunque Miguel me llame./ Barro es mi profesión y mi destino/ que mancha con su lengua cuanto lame. Así comienza uno de los poemas autobiográficos más bellos del poeta español Miguel Hernández, quien fue uno de los grandes cantores de la tierra. Nació el 30 de octubre de 1910 en Orihuela, corazón rural de la provincia de Alicante. Al arrancar los festejos por el primer centenario de su nacimiento, se inicia la revaloración de uno de los más grandes escritores de la generación del 27.

La lectura de los clásicos españoles, principalmente Góngora, fue la influencia más determinante que encontramos en su obra poética, la cual se inicia en diciembre de 1932 con la publicación de Perito en lunas, y culmina con su libro Cancionero y romancero de ausencias, que reúne su producción escrita entre 1938 y 1941. En sólo 10 años, llenos de adversidades, logra crear una de las obras literarias más ricas y sorprendentes de la lírica castellana del siglo XX.

Durante su segundo viaje a Madrid, en 1934, entra en contacto con el mundo intelectual más abierto de su tiempo: hace amistad con Pablo Neruda y con los poetas de la generación del 27, publica algunos poemas en la Revista de Occidente e inicia su colaboración como redactor en la monumental obra Los toros, de José María Cossío.

A lo largo de toda su obra encontramos una gran identificación de Hernández con la imagen del toro: Como el toro he nacido para el luto/ y el dolor, como el toro estoy marcado/ por un hierro infernal en el costado/ y por varón en la ingle con un fruto.

En 1935 fallece su amigo Ramón Sijé y escribe su famosa elegía Yo quiero ser llorando el hortelano/ de la tierra que ocupas y estercolas,/ compañero del alma, tan temprano. En Viento del pueblo (1937), publicó otro poema memorable, El niño yuntero, lleno también de reminiscencias autobiográficas: Carne de yugo, ha nacido/ más humillado que bello, con el cuello perseguido/ por el yugo para el cuello... ¿Quién salvará a este chiquillo/ menor que un grano de avena?/ ¿De dónde saldrá el martillo/ verdugo de esta cadena?/ Que salga del corazón/ de los hombres jornaleros, /que antes de ser hombres son/ y han sido niños yunteros.

Al morir su primogénito escribe otro poema conmovedor Hijo de la luz y de la sombra, y más tarde, ya recluido en la cárcel, dedica a su segundo hijo los célebres versos de Nanas de la cebolla: En la cuna del hambre/ mi niño estaba,/ con sangre de cebolla/ se amamantaba./ Pero tu sangre,/ escarchaba de azúcar,/ cebolla y hambre (...) Tu risa me hace libre,/ me pone alas,/ Soledades me quita,/ cárcel me arranca./ Boca que vuela,/ corazón que en tus labios/ relampaguea.

En marzo de 1942, víctima de tuberculosis, murió Miguel Hernández en el reformatorio de Alicante. Su vida fue un rosario de carencias afectivas y de desgracias que lo acompañaron desde la casa paterna hasta la cárcel. Vivió en la sombra, pero nos heredó la luz de sus versos, siempre ligados al terruño que lo vio nacer y al pueblo por el que luchó en la incivil contienda que desangró a España en la primera mitad del siglo XX. Hernández arriesgó su vida por la poesía y supo que su canción sería eterna: Entre estas cuatro paredes/ yo solo y un volcán. / Nadie nos apagará. Yo solo sobre este lecho/ de escarcha, y mi volcán. Nadie nos apagará. Su voz será siempre el rayo que no cesa.