Opinión
Ver día anteriorDomingo 21 de marzo de 2010Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Europa en transición
A

diferencia de lo que sucede en América Latina, donde la crisis ha empujado hacia la coordinación y la integración a los gobiernos de los países más importantes de la región (como lo demuestran en diferente grado el Mercosur, la Unasur, la Alba, el Urupabol, la reciente Conferencia de Cancún), la misma crisis tiene en Europa efectos disgregadores. En efecto, los países más fuertes (Alemania, Francia) descargan sobre los demás el peso de la crisis para tratar de mantener una estabilidad política y social que de todas maneras está comprometida. En cambio, los países medios, como España o Italia, y los pequeños, sufren la crisis revelando todos los problemas jamás resueltos en los años anteriores. Y los pequeños, como Grecia o Portugal, o los satélites relativamente externos (Letonia, Lituania, Estonia, Islandia, por ejemplo) se hunden bajo el peso de la desocupación, del crecimiento de la emigración, del endeudamiento impagable (pero reclamado brutalmente por los financieros alemanes, holandeses, ingleses, principales beneficiarios hasta ahora de los préstamos a gobiernos y particulares).

La base del problema consiste en que la unión de los europeos comenzó como una unión de los capitales europeos y de los gobiernos y con una moneda impuesta por éstos, y no es una federación democrática de los pueblos. El problema mismo se agravó cuando el capital financiero impuso a los recién llegados a la Unión Europea o a los candidatos a ingresar absurdas y brutales políticas neoliberales que ellos tenían que aplicar a la fuerza, incluso a costa de maquillar las cifras y de empujar el desenlace hacia adelante como hizo la derecha griega con los usureros de la banca Goldman Sachs. Se formaron así un núcleo duro de la UE (francoalemán) y el grupo llamado despectivamente en inglés de los puercos (PIGS, por las iniciales de Portugal, Italia, Grecia y España), a los cuales se agrega la plebe de los candidatos a ser expulsados de la UE (como propone la primera ministra alemana, Angela Merkel) por no poder reducir su endeudamiento público a menos de tres por ciento o por no poder pagar sus deudas.

Además, muchas naciones, como España, Bélgica, Ucrania, los países bálticos o Italia, tienen grandes minorías nacionales y son, en realidad, Estados multinacionales y multilingüísticos. La crisis irrumpe pues en las junturas nacionales y pone en cuestión la estructura del Estado, que en general es centralista, mientras el capital financiero y, políticamente, las instituciones de la UE en Bruselas, ejercen fuerte poder de atracción sobre las nacionalidades más ricas, por sobre las capitales del Estado-nación en crisis. De este modo, a la crisis económica y social, que enfrenta a los trabajadores contra el capital, se le agrega una crisis nacional que la enmascara y que da incluso margen para el racismo y la xenofobia. Así estalla Bélgica entre valones y flamencos, el norte italiano es racista y anticentralista frente al sur, la mayoría de los italianos y de los españoles caen en las garras del odio al extranjero y al inmigrante, Le Pen reconquista en Francia fuerzas sobre la base del racismo y del localismo, una parte de los ucranianos (la occidental) se opone a otra (la oriental, rusificada) y lo mismo pasa en los países bálticos. La cuestión de las nacionalidades deforma y desfigura de este modo la lucha social y da bases muy peligrosas para movimientos reaccionarios fascistizantes de masa. Por fortuna, hasta ahora éstos son, por su carácter mismo, reacios a presentar como objetivo la grandeza de una nación mítica unida atacada por la plutocracia internacional como lo hacían en los años 30 el Mikado, el fascismo y el nazismo, pero son un factor poderoso que se opone a la unidad de las víctimas del sistema y a la búsqueda de una solución anticapitalista. La solución europeísta que propusieron y aún proponen los sindicatos y la socialdemocracia y la aceptación por la izquierda tradicional de los criterios de Maastricht impuestos por el gran capital, así como la carencia de fuerzas socialistas anticapitalistas con una envergadura tal que les permita disputarle la hegemonía cultural y política al capitalismo, actúan también en el mismo sentido.

Europa está así en un pantano, que es una zona de transición entre la tierra firme del pasado predominio total del capital financiero y la otra orilla, cuya forma y proximidad ni siquiera se entrevén.

Existen bases para que la protesta popular crezca y supere el desánimo, la desmoralización y la apatía que caracterizan actualmente a la situación en la mayoría de las regiones de Europa, donde nadie quiere ni puede mantener su vida anterior, pero ninguno ve cómo superar esta crisis. En Islandia, formando asambleas y comités populares e imponiendo un referéndum popular, la población resolvió no pagar a los bancos las deudas contraidas por los ricos y los especuladores, aunque eso les lleve a ser réprobos en la UE. En Grecia se suceden las manifestaciones y huelgas al grito de que pague la plutocracia. O sea, que hay posibilidades de autorganización de masas y de imposición de una política alternativa a la capitalista. Es posible enfrentar a partidos, instituciones, represión estatal, comenzar a organizar un frente del rechazo a las exigencias del capital financiero, una gran fuerza democrática. Pero está también la posibilidad de una revolución conservadora, racista, chauvinista. Las elecciones francesas muestran que los electores clásicos de la derecha o van a la ultraderecha o se abstienen, pero también que allí donde el Nuevo Partido Anticapitalista fue junto al Frente de Izquierda, ambos se reforzaron mientras el aislamiento sectario debilita a toda la izquierda en favor de la socialdemocracia al permitirle ser el eje de la oposición.