Opinión
Ver día anteriorLunes 22 de marzo de 2010Ver día siguienteEdiciones anteriores
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El Museo Amparo
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En la imagen, Frustración, de Nacho LópezFoto Foto, parte de El sabotaje de lo real
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En la imagen superior, Clarividente, de Agustín JiménezFoto Foto, parte de El sabotaje de lo real
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n Estilo, artista, sociedad y museos, afirma Meyer Schapiro que los estilos no se definen por lo general de un modo estrictamente lógico. Como sucede con los lenguajes, la definición el tiempo o lugar de un estilo o de su autor, o la relación histórica que mantiene con otros estilos. Los museos hacen resaltar los rasgos peculiares de los estilos, y ocupan al paso del tiempo un lugar privilegiado en nuestra memoria.

El Amparo es quizá uno de los pocos museos privados mexicanos que escapan a la fuerza omnímoda del centro, quiero decir, del Distrito Federal. Buen número de exposiciones organizadas por el propio Museo Amparo han empezado a viajar por el país como, por ejemplo, la obra de Paloma Torres, que se presentó en Zapopan y en San Luis Potosí; Betsabee Romero, que vio las luces del estreno en el Museo Marco de Monterrey; Yishai Jusidman se presentó en el Museo de Arte Moderno de la Ciudad de México, y, como si fuera poco, en el Castillo de Chapultepec tuvimos la oportunidad de admirar la obra selecta del Museo Amparo, verdadero tesoro artístico.

He visto dos exposiciones en el museo Amparo de la Ciudad de Puebla: El sabotaje de lo real y El arte de las misiones del norte de la Nueva España, tan distantes en sus temas y en sus coloridos; sin embargo, el Museo Amparo ha logrado establecer una sorprendente unidad. El Centre Pompidou y el Museo Amparo presentaron del 12 de junio al 31 de agosto de 2009 una de las exposiciones de fotografía más contundentes: fotografía surrealista y de vanguardia, visiones cruzadas entre México y Europa desde los años 20 hasta los 60 del anterior siglo. Henri Cartier-Bresson Manuel Álvarez Bravo y Man Ray, para sólo mencionar unos cuantos. Además, El sabotaje de lo real incluía una antología de fotográfos mexicanos tan excelentes como poco conocidos. Las obras de Juan Crisóstomo Méndez y Man Ray recuerdan lo que Sigfried Kracauer dijo de la fotografía. Al devorar el mundo, al retenerlo en un instante, la fotografía se convierte en un constante temor a la muerte.

La niebla que envuelve los principios de la fotografía no es ni mucho menos tan espesa como la que cubre el comienzo de la imprenta –afirmaba Walter Benjamin–; quizá en el caso de la fotografía fuera más obvio que había llegado el momento de inventarla, y así lo presintieron los individuos que perseguían por separado el mismo objetivo: fijar las imágenes de la camera oscura, que eran conocidas al menos desde Leonardo. Cuando, después de cinco años de esfuerzos, Nièpce y Daguerre lo lograron al mismo tiempo, el Estado, aprovechándose de los problemas para patentarlo con que tropezaron los inventores, se apoderó del hallazgo e hizo de él, por vía de una indemnización, un espacio público. “Si algo caracteriza en la actualidad las relaciones entre el arte y la fotografía es la tensión aún sin resolver –escribía Benjamin en su Pequeña historia de la fotografía– suscitada entre ambos por la fotografía de las obras de arte. Muchos de los que como fotógrafos determinan el curso actual de esta técnica provienen de la pintura. Le dieron la espalda tras intentar poner sus medios expresivos en una relación viva e inequívoca.

“La teoría de la pintura se ha especializado hasta el punto de separarse de ella y convertirse en objeto de la crítica de arte –afirmaba Benjamin–. Lo que está implícito en esta división del trabajo es la desaparición de la antigua solidaridad de la pintura con las preocupaciones públicas. Coubert fue quizá el último pintor en que aquella solidaridad se manifiesta –prosigue Benjamin–, y el que nos lleva de la mano al mundo de la fotografía. Nos encontramos ante la cuestión de la utilidad de un cuadro. Sostiene Susan Sontag que la contingencia de las fotografías confirma que todo es perecedero; la arbitrariedad de la evidencia fotográfica indica que la realidad es inclasificable. La fotografía entró en escena como actividad advenediza que parecía invadir y socavar un arte acreditado: la pintura.

Las fotografías quieren desterrar, mediante su acumulación, el recuerdo de la muerte –escribía Sigfried Krakauer– que está presente en cada una de las imágenes de la memoria. En Man Ray, el mundo se convirtió en un presente susceptible de ser fotografiado –pero también en Juan Crisóstomo Méndez– y el presente fotografiado es casi siempre inmortal. Al parecer, el presente está a salvo del trance final, pero en realidad es un rehén de la muerte. Quizás la muerte es una presencia más convulsiva en Cartier Bresson y en Álvarez Bravo, aunque al final nadie escape a su poder. El esteticismo surrealista está demasiado impregnado de ironía para ser compatible con la forma de moralismo más seductora del siglo XX: el marxismo.

La última razón del surrealismo en la fotografía debe buscarse quizás en el oscuro sitio y con frecuencia en el segundo plano que ocuparon los fotógrafos dentro del movimiento. Con excepción, de nueva cuenta, de Man Ray, a quien los numerosos círculos que frecuentaba y la diversidad de talentos que poseía hacen de él un caso muy singular; y con excepción también de Boiffard, muy cercano a André Breton, de 1924 a 1929, y a quien este último ubica en el Manifiesto Surrealista entre quienes lanzaron una profesión de fe de surrealismo absoluto, escribió Quentin Bajac en el espléndido catálogo de la exposición El sabotaje de lo real.

Después de la mitad de la década de los 80 del siglo pasado, aparecieron las dos primeras obras de importancia consagradas únicamente al tema de la relación entre surrealismo y fotografía. Por un lado, la del historiador y coleccionista Édouard Jageuer, Les Mystéres de la Chambre Noire, publicado en 1982 (Flammarion 1983), y el catálogo L’Amour Fou (Corcoran Gallery 1985), basado en las investigaciones de Rosalind Krauss, pero que se alimenta de los estilos, las ópticas y las perspectivas de André Breton. Estas dos obras, llenaron la mayoría de las fotografías de El sabotaje de lo real, la magnífica exposición del Centre Pompidou y del Museo Amparo.