Opinión
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Jazz

Jazztival 2010

A

pesar de los muchos logros alcanzados en años pasados, todo mundo coincidió en que la octava edición del Jazztival de Michoacán ha sido la mejor. Durante los cuatro conciertos que se ofrecieron en el Claustro Mayor de la Casa de la Cultura, en Morelia, los jazzófilos desbordaron los espacios y las expectativas, oscilando entre mil 400 y 2 mil asistentes cada noche. Mientras, en las extensiones del festival a Pátzcuaro y Zamora el grupo Equinox (moreliano) llenó el teatro Caltzontzin y el Teatro de la Ciudad.

Germán Palomares y yo estuvimos en Morelia. Llegamos el jueves 18 de marzo y nos platicaron que la noche anterior, en el concierto de apertura, los polacos del Maciej Sikala Trio habían tenido un estupendo debut en nuestro país. Comimos, descansamos y nos fuimos al Conservatorio de las Rosas para ofrecer una conferencia al alimón bajo el sesudo título de El jazz en México. Todo bien. Los estudiantes del conservatorio estuvieron tremendamente receptivos y sus intervenciones se multiplicaron por dos horas.

A las siete de la noche, gente de todas las edades formaba ya una larga fila frente a un majestuoso convento colonial convertido en casa de cultura. La Big Band de Papá Beto abrió con la detonación de Akiyoshi toko, tema de Roberto Arballo, el querido y respetado Betuco, dedicado al jazzista japonés Akiyoshi Kitagawa.

El contrabajo de Iván Barrera llevaba la voz cantante, pero el clímax, el desbordamiento de las pasiones y las buenas costumbres se dio cuando los cinco saxofonistas se soltaron con un solo colectivo o cinco solos simultáneos de antología. A diferencia de otras big bands, la de Papá Beto está integrada, casi en su totalidad, por solistas: los saxos están a cargo de Jako González, Juan Alzate, Alejandro Campos, Juan López y Adolfo Díaz (todos con proyecto propio).

Betuco, director, guitarrista y convocante de esta big big band (Enrique Nery y Javier Reséndiz son los dos pianistas), llegó muy mal a Morelia. Dos días antes tuvo una crisis respiratoria y terminó en el hospital. Pero ahí estaba, al pie de la batuta, repartiendo instrucciones, revisando habitaciones en el hotel y partichelas en el escenario; tomando oxígeno de un pequeño tanque durante el concierto, (creo que) pensando que si algo malo le iba a pasar, lo mejor sería que le pasara en el escenario. El público no se cansaba de apaludir.

Al día siguiente se presentó el trío del saxofonista argentino Rodrigo Domínguez; los resultados fueron muy regulares. Antes, el filósofo belga Luc Delannoy presentó su libro Carambla-Jazz Latino ante un pequeño y desvencijado auditorio de la Escuela Popular de Bellas Artes, donde el mal sonido y el poco público no ayudaron mucho al escritor.

En la clausura, el sábado 20, apareció la plana mayor de las autoridades culturales: Jaime Hernández (secretario de Cultura), Silvia Zavala (directora de Programación y Fomento), Héctor García (jefe del Departamento de Música) y Juan Alzate (director artístico del Jazztival). Todos con la satisfacción de ver un claustro atestado más allá de lo imaginable. Más de 2 mil personas en espera de que la Orquesta Sinfónica de Michoacán, con Benjamín Loeb como director huésped, alternara por primera vez con músicos de jazz.

Juan Alzate abrió soberbio con El extranjero, tema de Bill Dobbins, que ya empeñados en el vicio de las etiquetas podríamos definir como cool sinfónico: grandes cortinajes de cuerdas de confeso lirismo y un saxofón elegante, delicado, administrado hasta en el más mínimo suspiro. Para la segunda y la tercera piezas, Alzate se hace acompañar, además de la orquesta, por su propio cuarteto de jazz.

La segunda parte corre a cargo de Héctor Infanzón, y en automático el maestro esparce aromas y sabores del huapango. Los sonidos y los matices y la simbiosis piano-orquesta aparecen con tal nitidez que congela (para de inmediato, claro, volverte a menear el alma entera). Después se anuncia que el tema se titula Rincón brujo, aunque el maestro no menciona que este rincón está incluido en su primer disco solista: De manera personal (1993).

Giovanni Figueroa se sienta ante la batería y Adrián Infanzón (sobrino de) toma un bajo eléctrico. Los alientos de la orquesta toman la palabra y una alegre y danzonera nostalgia invade el ambiente. Momentos después la orquesta guarda silencio y el trío suelta amarras. El bajo cumple bien, pero la batería se va muy muy lejos, se cuela entre el cielo y el infierno y muestra la enorme estatura del dueño de las baquetas. El piano es… el piano es de Héctor Infanzón.

Cuando pensábamos que el delirio del público estaba en el límite, suena Azúcar. Nuevamente el trío a solas. Infanzón y Figueroa brincan, saltan, se menean, se sumergen en África y las Antillas, para emerger una y otra vez sonrientes, virtuosos y desbocados. La gente tiene las manos destrozadas, y sigue aplaudiendo. Esto es, creo, eso que los antiguos llamaban apoteosis. Salud.