Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 28 de marzo de 2010 Num: 786

Portada

Presentación

Bazar de asombros
HUGO GUTIÉRREZ VEGA

La Waina
FEBRONIO ZATARAIN

Tres poemas
KLITOS KYROU

Gala Narezo: las grandes pequeñas cosas
ELENA PONIATOWSKA

Simone Weil: una heroína romántica
AUGUSTO ISLA

La poesía sabe hacerese cargo de sí misma
RODRIGO GARCIA LOPES entrevista con MICHAEL McCLURE

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Columnas:
Jornada de Poesía
JUAN DOMINGO ARGÜELLES

Paso a Retirarme
ANA GARCÍA BERGUA

Bemol Sostenido
ALONSO ARREOLA

Cinexcusas
LUIS TOVAR

La Jornada Virtual
NAIEF YEHYA

A Lápiz
ENRIQUE LÓPEZ AGUILAR

Artes Visuales
GERMAINE GÓMEZ HARO

Cabezalcubo
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Directorio
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Jorge Moch
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Un clamor como un gañido

Prácticamente estuvo en todos los medios. En todos los noticieros, en horario estelar y escoltado por lo más granado de la publicidad en parrilla de programación “AAA”. En todos los programas de análisis político y también en los de presunto chacoteo, de ésos que terminan siempre haciéndole gordo el caldo a la propaganda oficialista.

Saltó a la palestra por voz del hombre más poderoso del mundo porque causó su enojo. Lo señalaron medios y locutores y académicos del mundo, diarios de planetario prestigio, los quintacolumnistas de la prensa escrita del imperio, los rotativos revolucionarios, y desde luego un nutrido rebaño de mercadólogos metidos a periodistas. El diminuto reyezuelo local admitía mordiendo el rebozo que es cosa de “dimensión internacional”.

Se multiplicó en los correveidiles, en pequeñas revoluciones de cafetín, balbuceos de cantina e incontables sobremesas, cebando paranoias y rumorologías. La barbarie, mascullamos con falsa incredulidad. La vieron venir, dicen algunos, brujos oportunistas y arúspices de mercadillo, oráculos y gitanas que leen las cartas, las palmas de las manos, los índices de la bolsa…

Suscitó clamor global de indignación y de horror; concitó enojos colectivos; acunó circunspecciones contritas y subsecuentes manifestaciones de hidalguía, golpes sobre la mesa elegante del poder, sus más encendidas declaraciones de irritación y algunas de las más fervorosas, solemnes promesas que hemos escuchado en los últimos tiempos: iremos hasta las últimas consecuencias, se dijo. Atraparemos a esos insectos, se clamó. Haremos que paguen con todo el peso de la ley esas sabandijas criminales, se pontificó sacando pechito. Enrojecieron iracundos rostros usualmente ecuánimes o lelos. Latieron las venas en las sienes. Hubimos de admitir que, como en película de Schwarzenegger, los malos siempre están al sur de su frontera. Qué importa que del otro lado millones de habitantes del imperio necesiten desesperadamente curarse la neurosis esnifando coca, arponeándose heroína y metiéndose pasones de marihuana, crack, anfetaminas, cristal… Qué importa que la demanda siga siendo la causante de la oferta.

Sicarios balearon y dieron muerte a ciudadanos estadunidenses y alguno de sus cónyuges, tres gringos presuntamente inocentes pero ligados al consulado de esa nación en Ciudad Juárez, esa tierra bronca que en el rostro de México es, para nutrir el estereotipo al que suele ser tan proclive la policía del mundo, algo así como un forúnculo infecto. Qué mal, dijeron los poderosos de Washington, que los mexicanos hayan permitido una atrocidad así, qué indignación, qué rabia, qué espanto. Cuánta razón tuvieron los racistas gringos que por años han culpado al sureño patio trasero y laboratorio experimental socioeconómico de los grandes males de la pulquérrima sociedad estadunidense, de su vocación de actricita porno y cocainómana, de su fascinación enfermiza por las armas, por la subcultura del pandillerismo, por la perversa concepción del éxito a partir de los ceros en la chequera o las tetas plásticas de las putas que se puedan comprar y al mismo tiempo defender la soberana estupidez de decirse pueblo elegido por el dios que supura de un neocristianismo retorcido y ampulosamente fanático, de predicador de la tele.

Mataron a tres estadunidenses. Fueron asesinatos claramente selectivos. Tres muertos que dieron la vuelta al mundo. Tres.

Los otros, los más de diecisiete mil en lo que va del sexenio del obsequioso Felipe Calderón, ésos no levantan tanto polvo ni tanta ruidosa condolencia. Esos más de diecisiete mil cuentan menos que tres, porque hay, afortunadamente para las taxonomías simplistas de los grandes consorcios de información, ésos que, por ejemplo, enuncian armas de exterminio masivo donde no las hay, categorías del ser humano.

Y tres eran estadunidenses, mientras el resto, los más de diecisiete mil sólo en estos años, muertos de bala y explosión y degüello repartidos entre malandros y peatones incautos, señoras en taxis, chavos equivocadamente colocados en una fiesta, niños que iban jugando por el lado indebido de la acera o policías tanto metidos hasta las cachas en el sucio negocio de la droga como mártires caídos en cumplimiento del deber han sido puros pinches mexicanos…

Miles de asesinados por armas fabricadas, distribuidas, vendidas y contrabandeadas desde, precisamente, Estados Unidos indignado. Que ahora se van dando cuenta, vaya, de que los muertos pueden brotar de los dos lados de la frontera.