Opinión
Ver día anteriorMiércoles 31 de marzo de 2010Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Magritte y la belleza convulsiva
¿P

or qué unos cuadros cuyo centro es el absurdo, la vecindad imposible de las cosas, nos siguen cautivando? ¿Por qué un hombre con una manzana por rostro, una mujer desnuda mimetizada con el cielo y un peine tan grande como una recámara atrapan una y otra vez nuestra atención? ¿Por qué la cabeza de una escultura con una mancha de sangre nos obliga a mirarla? Mujeres que son peces, que son sueños; hombres que siempre ocultan el rostro o nos dan la espalda; hombres que son lluvia, caída múltiple, persistencia; palomas con cuerpo de cielo, indumentarias que son cuerpos, personajes que son paisaje, que son nubes, que son sombra, forman parte del inventario iconográfico de René Magritte, que a más de medio siglo sigue ganando adeptos.

Hijo de un sastre y de una mujer suicida, Magritte, cambió el sentido de su pintura después de conocer la obra de Giorgio de Chirico. Los paisajes metafísicos del pintor italiano lo cautivaron y lo acercaron al surrealismo, a esa corriente artística que descubrió que existe un cierto punto del espíritu desde el cual la vida y la muerte, lo real y lo imaginario, lo pasado y lo futuro, lo comunicable y lo incomunicable, lo alto y lo bajo dejan de ser percibidos de forma contradictoria.

Magritte descubrió en lo real maravilloso que se encuentra en los sueños ese punto en el que las cosas más distantes pueden ser vecinas. Vivió convencido de que uno no puede hablar sobre el misterio de las cosas sino sólo dejarse atrapar por él. Por eso para el artista resulta temerario ser un soñador y el sueño un ejercicio peligroso.

Un cuadro es toda una visión, una visión minuciosa. Para Magritte pintar es, me parece, como mirar sin ser visto: el pintor toma la imagen que elabora y al terminarla nos la muestra. Y si un misterio confiado es un misterio revelado, la pintura de Magritte es también una revelación. En sus cuadros cada día es el primer día, un milagro que se renueva cada vez que en la mañana abrimos los ojos o miramos una de sus pinturas.

La fascinación por la obra de este artista belga quizá se deba a que al mirar lo que no existe nos hace sentir que desafiamos a la muerte, conjurar al último límite de nuestros días. Su estética contrapuesta al realismo ha subsistido y multiplicado sus adeptos seguramente porque su materia es la materia del hombre mismo, la materia de los sueños, esa tierra de nadie y de todos donde podemos hablar incluso con los muertos. El sueño es la patria del deseo cumplido.

Es sabido que los públicos amplios prefieren la estética realista; que la fidelidad a lo real marca el grado de su aceptación. El surrealismo que busca más lo irreal que lo real ha subsistido y ha multiplicado sus adeptos, quizá porque abreva en el terreno de los sueños, lugar sin lugar en el que transcurre casi la mitad de nuestra vida. Esta corriente estética es subversiva porque nos hace ver que la vida también es otra, o incluso que no es una sino varias.

Grande o pequeña, toda exposición de Magritte es una celebración a la vida, a la vida real, a la que transcurre más allá de los días que comúnmente miramos, a la que frecuentamos cuando nos vence el sueño, a la que transcurre sólo por nuestro más íntimo deseo. La belleza será convulsiva o no será, dice Breton. Magritte nos lo permite ver.