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Artificios de la exclusión

Florencia Addiechi

Como cada inicio de año, pronto conoceremos el número de jóvenes aspirantes que, tras realizar un examen, habrán fracasado en su intento por ingresar a la unam, a la uam, al Politécnico. La cifra será, también como cada año, escandalosa: entre 80 y 90 por ciento de los aspirantes examinados habrá sido rechazado. A continuación, los periódicos nos informarán de las protestas de unos pocos y de las explicaciones y justificaciones de otros tantos; luego, sin remedio alguno, el asunto abandonará la escena pública y se convertirá, casi inevitablemente, en un drama privado. La responsabilidad recaerá en los jóvenes y sus padres (por no estudiar lo suficiente, por no esforzarse lo necesario, por no haberles asegurado a sus hijos una educación media de buena calidad) y las soluciones, si así pueden llamarse, también los tendrán a ellos como únicos gestores (una pausa vital hasta el próximo año, el pago de la colegiatura en una universidad privada o, simplemente, la renuncia al ejercicio de un derecho reconocido por la Constitución).

Así, lo que es una verdadera catástrofe social provocada por la renuncia del Estado a cumplir plenamente con sus obligaciones, será interpretado y vivido como una tragedia individual cuyos principales responsables son los propios estudiantes. ¿Cómo es eso posible? ¿Qué artilugios intervienen para anestesiar a las víctimas, para acallar sus protestas, para ocultar año tras año el agravio? Frente a la exclusión de miles de jóvenes, ¿es suficiente exigir, como desde hace algún tiempo lo hacen las propias autoridades universitarias, una ampliación de la cobertura? ¿Basta con enunciar la necesidad de que más aspirantes encuentren un lugar en la universidad para revelar la profundidad del drama, para poner al descubierto todo lo que lo justifica, lo naturaliza, lo vuelve razonable?

En su conjunto, aunque de manera destacada en el nivel superior, el sistema educativo mexicano está inspirado por una misma vocación: la de limitar y condicionar el ejercicio ciudadano del derecho a la educación. Inspiración secular que en las últimas décadas se ha manifestado bajo nuevas concreciones: mediante la utilización generalizada de exámenes para ingresar y egresar de cada nivel escolar, mediante la instauración de procedimientos administrativos que restringen la permanencia en la escuela, mediante la orientación de la demanda hacia modalidades técnicas que refuerzan la selectividad del sistema al definir trayectorias escolares y laborales en correspondencia con los orígenes sociales de los estudiantes, etc. El resultado ya se conoce: de cada 100 mexicanos que ingresan a la primaria, sólo 25 logran acceder a la universidad (la mitad a una institución pública) y, de ellos, apenas 8 obtienen un título universitario.

La desmesura de la cifra se disimula con una afirmación que, en México, se interpreta casi como verdad revelada: en la universidad sólo deben estar los mejores, los más capaces. ¿Por qué? Por el bien de la patria, será la respuesta. Más recientemente, debido a la resonancia que ha tenido la discusión en torno a las sociedades y economías del conocimiento, son más las voces que señalan la necesidad de elevar el índice de escolaridad en el nivel superior. Sin embargo, frente a las continuas carencias presupuestarias, aquel viejo principio halla refrendo: si no podemos recibir a todos, asegurémonos de recibir a los mejores. Las razones serán las mismas: el país necesita mentes brillantes para salir adelante, y escoger a los estudiantes sobresalientes para ofrecerles una mejor y más elevada educación no sólo es inevitable sino absolutamente necesario y legítimo.

Dejando de lado el problema de si los exámenes de ingreso son realmente eficaces para seleccionar a los más capaces (cuestión que ha sido puesta en duda por muchos especialistas) y de desentrañar la impronta social que está en el origen de esa cualidad (los más capaces suelen ser aquellos que se han beneficiado de condiciones privilegiadas de existencia), vale la pena reflexionar acerca de lo que se oculta detrás de tan patriótica afirmación. Es decir, determinar qué concepción social, cultural y política de país sostiene la idea de que por el bien de México sólo los mejores –o primeramente ellos– merecen recibir educación superior.

Dilucidarlo requeriría de una revisión histórica; sobre todo para entender la persistencia de una tesis que, en la legislación nacional, lleva casi dos siglos de haberse desechado. Si la igualdad es un derecho reconocido formalmente desde el surgimiento de la nación, por qué, entonces, hemos tolerado prácticas sociales, políticas y culturales que no reconocen plenamente ese derecho. La pregunta resuena con fuerza en el ámbito educativo: si es cierto que todos estamos comprometidos a hacer de México un país educado, por qué aceptamos como buena la idea de que no todos los mexicanos merecen beneficiarse, por igual, del esfuerzo educativo del Estado.

En nuestro país la educación ha sido, es y será fuente de privilegios materiales y simbólicos, de ahí que no sean inocentes los esfuerzos por hacer de ella un territorio cercado. Tras la pretendida cientificidad de los exámenes de admisión, la convicción de que hay déficits formativos irreversibles y la afirmación de que sólo algunos reúnen los méritos necesarios para ingresar a la universidad, anida la interesada creencia de que el futuro del país depende de la obra de unas pocas mentes brillantes. Si México logra convertirse en una nación verdaderamente igualitaria, justa y democrática será por la obra de las mayorías y no sólo de unos pocos, por más inteligentes, cultos y bienintencionados que ellos sean.

Florencia Addiechi es doctora en Ciencias Políticas y Sociales, académica de la UACM
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