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Ver día anteriorSábado 3 de abril de 2010Ver día siguienteEdiciones anteriores
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La invitada pobre
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Jamaica Kincaid, en imagen tomada de su libro Lucy, editado por Era
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diciones Era da a conocer la nueva novela de Jamaica Kincaid: “Desde la subjetividad más honda, la protagonista de este relato narra su experiencia tras abandonar su pequeña isla caribeña para ir en busca de sí misma y de su destino en una gran urbe extranjera, donde sabe que nunca podrá ser más que una ‘invitada pobre’”. Lucy, dicen sus editores, es un libro inconsútil, de ritmo veloz y extremada exactitud. Con autorización de Era, damos a conocer como adelanto el inicio de esta obra

Era mi primer día. Había llegado la noche anterior, una noche oscura y fría –tal como correspondía a mediados de enero, aunque entonces yo no lo sabía– y no pude ver nada con claridad en el camino desde el aeropuerto, a pesar de que había luces por todas partes. Mientras viajábamos, alguien me señalaba un edificio famoso, una calle importante, un parque o un puente que se construyó con la idea de crear algo espectacular. Cuando soñaba despierta con aquellos lugares, los imaginaba como sitios felices, como botes salvavidas de mi pequeña alma que se ahogaba. Fantaseaba que entraba y salía de ellos y justamente eso –entrar y salir de allí una y otra vez– me ayudaba a escapar de una sensación desagradable que no podía definir. Sabía que era una especie de tristeza, pero mucho más intensa. Ahora que los tenía ante mí, parecían sitios corrientes, sucios, desgastados por la multitud de personas que entraban y salían de ellos en la vida real; y comprendí que no podía ser la única persona en el mundo que los visitaba reiteradamente en sus fantasías. No era mi primer choque con la decepcionante realidad y tampoco sería el último. Llevaba ropa interior nueva, comprada para el viaje, y sentada en el coche, mientras me volteaba hacia un lado y otro para apreciar mejor las vistas, recordé lo incómodas que pueden resultar las prendas nuevas.

Por primera vez en mi vida entré en un elevador y pronto me encontré en un apartamento, sentada a la mesa, saboreando comida que acababan de sacar de un refrigerador. En el sitio del cual venía, siempre había vivido en una casa y nunca había tenido refrigerador. Todas aquellas experiencias –subir en elevador, estar en un apartamento, comer comida del día anterior sacada de un refrigerador– eran tan agradables que supe que pronto me acostumbraría a ellas, aunque al principio me resultaba todo tan nuevo que sonreía con las comisuras de los labios hacia abajo. Aquella noche dormí profundamente, pero no porque estuviera cómoda y feliz, sino, por el contrario, porque no podía asimilar nada más.

La mañana de mi primer día, la que siguió a mi primera noche, era una mañana soleada. No era el brillante sol amarillo al que estaba acostumbrada, ese que hace que las cosas se ondulen en los bordes, casi asustadas, sino un sol amarillo pálido, como si se hubiera debilitado por el duro esfuerzo de brillar. A pesar de todo, era un día soleado y eso hacía que no echara tanto de menos mi país. Así, al ver el sol, me levanté y me puse un vestido de madrás, el mismo que habría usado si hubiera estado en casa y me preparara para pasar un día en el campo. Me equivoqué; era un día soleado, pero el aire era frío. Después de todo, estábamos a mediados de enero. Sin embargo, yo no sabía que aunque brillara el sol el aire podía estar frío; nadie me lo había dicho. ¡Qué sensación tan extraña! ¿Cómo podría explicarla? Algo que siempre había sabido, como sabía que mi piel era del color marrón de nuez pulida repetidamente con un paño suave, o como conocía mi propio nombre, algo que siempre había dado por sentado, brilla el sol, el aire es cálido no era verdad. Ya no estaba en una región tropical y esta certeza llegó a mi vida como un torrente de agua que surcaba lo que antes había sido tierra seca y firme, creando dos orillas: a un lado estaba mi pasado –tan familiar y predecible que ahora al pensar en él incluso mi infelicidad me hacía feliz–, y al otro mi futuro, un vacío gris, un encapotado paisaje marino asolado por la lluvia y sin barcos a la vista. Ya no estaba en una región tropical y sentía frío por dentro y por fuera. Era la primera vez que experimentaba aquella sensación.

En algunos libros que había leído, a veces, cuando el argumento así lo requería, alguien añoraba su hogar. Una persona abandonaba una situación no demasiado agradable y se iba a otro sitio, un sitio mucho mejor, pero luego deseaba volver. ¡Qué impaciencia solían despertar en mí aquellos personajes!, pues yo era consciente de que no estaba en una buena situación y deseaba con todas mis fuerzas irme a otro lugar. Sin embargo, ahora yo también deseaba volver al sitio de donde había venido. Lo comprendía, allí sabía a qué atenerme. Si entonces me hubieran pedido que expresara en un dibujo mi visión del futuro, habría pintado una gran mancha gris con un contorno negro, rodeado de un negro cada vez más oscuro.

Me sorprendían mis deseos de volver al sitio de donde venía, de dormir en una cama que me había quedado pequeña, de estar con gente cuyos gestos más nimios y naturales solían despertar en mí tal furia que ansiaba verla muerta a mis pies. Había imaginado que con el simple acto de salir de mi país y mudarme a un sitio nuevo podía dejar atrás mis pensamientos y sentimientos tristes, mi descontento general con la vida tal como se presentaba ante mis ojos, como si se tratara de una prenda vieja que nunca volvería a usar. En el pasado, la idea de encontrarme en mi situación actual habría sido un consuelo; pero ahora ni siquiera tenía aquella esperanza, de modo que me quedé echada en la cama y soñé que comía un plato de salmonete e higos verdes rehogados en leche de coco y cocinados por mi abuela; por eso me gustaba tanto aquel sabor: ella era la persona que yo más quería en el mundo, y esos eran los manjares que más me gustaban.

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Portada de la novela más reciente de la narradora nacida en Antigua

El cuarto donde me alojaron era pequeño y estaba junto a la cocina; era la habitación de servicio. Yo estaba acostumbrada a dormir en un sitio pequeño, pero éste era distinto. El techo era muy alto y las paredes se alzaban hasta arriba como si la habitación fuera una caja, el tipo de caja donde se fletaba un cargamento para un país lejano. Pero yo no era un cargamento, sino una joven desdichada que vivía en la habitación de la criada y ni siquiera era criada. Era la chica que cuida a los niños y estudia por las noches. Sin embargo, ¡qué bien se portaban todos conmigo! Me decían que me considerara parte de la familia y que me sintiera como en mi propia casa. Sabía que eran sinceros, pues no es el tipo de cosas que uno le diría a un miembro de su propia familia. Después de todo, ¿no es la familia la que se convierte en la muela de molino en el cuello de la vida? El último día que pasé en casa, mi prima, una joven que había conocido desde pequeña y una persona desagradable incluso antes de que sus padres la obligaran a convertirse a la Iglesia Adventista del Séptimo Día, me dio su propia Biblia como regalo de despedida y pronunció un pequeño discurso sobre Dios, la bondad y las bendiciones. Ahora estaba frente a mí, sobre un tocador, y recordé que cuando éramos pequeñas nos asustábamos y torturábamos mutuamente leyendo en voz alta pasajes del Libro de la Revelación. Entonces me pregunté si llegaría el día en que la gente que había quedado atrás dejaría de aparecer ante mí de una forma u otra.

Sobre el tocador también había un pequeño radio y lo encendí. En aquel momento se oyó una canción cuya letra parecía resumir mis sentimientos: Ponte en mi lugar, aunque sólo sea por un día, mira si puedes soportar este horrible vacío en el alma. Tarareé aquellas palabras para mí una y otra vez, como si fueran una canción de cuna, y me volví a dormir. Soñé que tenía entre las manos un viejo camisón de franela con dibujos de niños jugando con hermosos adornos para el árbol de Navidad. Las escenas del camisón eran tan reales que hasta podía oír las risas de los niños. Entonces sentía la imperiosa necesidad de saber de dónde venía aquel camisón y comenzaba a examinarlo de forma frenética, buscando la etiqueta. Por fin la encontraba en el sitio donde suelen estar todas las etiquetas, en la parte posterior, y decía: Made in Australia. Me despertó la verdadera criada, una mujer que en cuanto me conoció me hizo saber que yo no le gustaba, según ella por mi forma de hablar. Yo tenía la impresión de que su antipatía se debía a otra cosa, pero no sabía a cuál. Cuando abrí los ojos, la palabra Australia, se interpuso entre nuestras caras y recordé que Australia se había colonizado como prisión para la gente mala, tan mala que no podía quedarse en las cárceles de sus propios países.

Mi vida pronto se encauzó en una rutina. Acompañaba a cuatro niñas al colegio, y cuando regresaban al mediodía, les daba de comer sopa de lata y sándwiches. Por las tardes les leía cuentos y jugaba con ellas. Cuando no estaban en casa estudiaba y por las noches iba al colegio. Me sentía desdichada. Miraba el mapa. Un océano me separaba del sitio de donde venía, ¿pero habría sido distinto si se hubiera tratado de una simple taza de agua? No podía volver.

Fuera siempre hacía frío y todo el mundo decía que era el invierno más frío que recordaban; pero por su forma de decirlo tenía la impresión de que decían lo mismo cada vez que llegaba el invierno. No podía culparlos por olvidar lo desagradable y hostil que había sido el invierno anterior. Los árboles, con sus ramas desnudas y quietas, parecían muertos, como si alguien acabara de dejarlos allí y pensara pasar a recogerlos más tarde. Todas las ventanas de las casas estaban herméticamente cerradas, de la forma en que suelen cerrarse las casas cuando van a estar desocupadas durante una larga temporada, y la gente caminaba por las calles a toda prisa, como si estuvieran haciendo algo a espaldas de alguien y no quisieran llamar la atención, o como si corrieran el riesgo de desintegrarse por permanecer demasiado tiempo en el frío. Cómo deseaba ver a alguien quieto en una esquina, alguien que intentara llamar mi atención, que intentara enfrascarme en una conversación o que se quejara para sí, en una voz lo bastante alta para que yo pudiera oírla, de un Dios que prodigara amor y compasión tanto a los justos como a los injustos.

Escribí una carta a casa diciendo que todo era maravilloso y utilicé frases y palabras rimbombantes, como si estuviera viviendo la vida de una tarjeta de felicitación, una de ésas que tienen lazos de raso, corazones y rosas en relieve, y que se supone que serán tan valiosas para el destinatario que los fabricantes las protegen con una funda de celofán. Todos los que recibieron noticias mías contestaron diciendo que se alegraban de que me fuera tan bien, que me echaban mucho de menos y que estaban ansiosos por verme de vuelta allí (...)