Opinión
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Volver a Sevilla
N

o lo he hecho con frecuencia. Más bien ha sido raro que me presente en Sevilla, donde nací hace más años de los que quiero recordar; en la calle Marqués de Paradas, me parece que en el número 20.

Entonces nacías en tu propia casa. Ahora pasé enfrente. El edificio, de apenas tres pisos, pintado de amarillo incómodo, me pareció extraño. Allá, en los remotos recuerdos de mi infancia, lo he asociado con dos hechos. El primero, la relación con los porteros, que debe haber sido muy cordial. El segundo, porque poco antes de la proclamación de la República, el 14 de abril de 1931, una noche mi hermano Odón me pidió que lo acompañara al balcón. Lo hice, porque siempre fui obediente. Supongo que nuestros padres estaban en el comedor. En la calle, a tres pisos de distancia, había un par de guardias civiles. De repente, Odón se inspiró y lanzó a todo volumen un grito monumental: ¡Viva la República!

Salí corriendo y, supongo, buscando la protección de mis padres. Imaginé, tal vez, que los guardias subirían a ejercer represalias contra tanta audacia. No pasó nada, salvo mi propia percepción de ser un miedoso. Dicho sea de paso, siempre lo he sido, particularmente durante los años de la Guerra Civil, cuando los junkers alemanes bombardeaban Barcelona. El primero en salir corriendo por las escaleras para llegar al sótano del edificio, supuestamente un refugio, era yo. Odón se quedaba en el departamento. Pacita y Jorge, no recuerdo si seguían mis pasos.

Tengo otro recuerdo muy borroso. Sevilla vivía la Exposición Internacional (creo que en 1929). Íbamos paseando con nuestros padres. De repente, me vi frente a una tienda de campaña resguardada por moros altos y amenazantes. Por lo menos a mí me lo parecían. Me negué a seguir adelante.

He vuelto a Sevilla en varias ocasiones. Viajes muy breves pero interesantes. Hace ya bastantes años celebramos en Sevilla el tercer Congreso Iberoamericano de Derecho del Trabajo. Nos habíamos hospedado en el hotel Alfonso XIII, no lejos de las instalaciones de la Facultad de Derecho, donde se celebraba el congreso, nada menos que en la antigua fábrica donde se desarrolla la ópera Carmen. Al terminar una jornada, Nona y yo sugerimos al maestro José Campillo y a su esposa que nos diéramos una vueltecita en una calesa. El maestro, su esposa y Nona se sentaron atrás y yo al lado del cochero. Creo que visitamos el parque María Luisa. Pero lo mejor fue la conversación entre el cochero y el caballo, que se llamaba Manolo. Fue una juerga.

Hace algunos años me encontré en Madrid a mi consuegro, Manuel Trueba. Decidimos ir a Sevilla probando el Ave. Dimos una breve vuelta alrededor de la Giralda, la Torre del Oro y la famosa plaza de toros de La Maestranza. Algún colega nos invitó a comer y no faltaron los finos La Ina.

Ahora, instalados en un hotel cercano a la antigua Facultad de Derecho (la antigua Tabacalera), asistimos Fernando Serrano y yo a un congreso breve y emocionante, organizado en memoria de los profesores de Sevilla que llegaron a México como refugiados. Fueron tres: Demófilo de Buen, Manuel Pedroso y Rafael de Pina. Intervine recordando a mi padre. Fue emocionante.

Circulamos poco por Sevilla. A instancias de mi hija Claudia recorrimos la calle de las Sierpes, famosa por sus curvas y hoy por las tiendas de lujo. Fuimos a Triana a comer y no fue mala idea.

Me sorprendieron las sevillanas. Guapas y muy guapas, con blue jeans o pantalones ajustados, y a veces con una ligera faldita. Abundaban las rubias de verdad, lo que me extrañó, porque siempre creí que las andaluzas eran morenas. Bien vestidas y atractivas. También lo eran las asistentes al congreso.

Yo pensaba en la Sevilla de calles estrechas y patios floridos. Ya no es así. Ahora es una ciudad moderna, con grandes edificios, tránsito abundante y construcciones por todos lados. Los sevillanos, cordiales.

Me supo a poco el viaje. Claro que el vuelo es pesado, pero fue un pequeño sacrificio a cambio de una íntima satisfacción. Porque a estas alturas y a tantos años de distancia, que sea importante el nombre de Demófilo de Buen –que lo es– es emocionante y satisfactorio.