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Memoria histórica y justicia en España
U

n lastre de la monarquía parlamentaria española es su continuidad con el régimen fascista del general Franco. El cordón umbilical que unía la sucesión monárquica con la dictadura no fue roto tras su muerte. No pocos de los actuales diputados y senadores de la derecha, de cuello y corbata, vistieron el uniforme de la Falange, entonando himnos y practicando el saludo fascista. Ministros y cargos públicos, antes de tomar posesión juraban lealtad al caudillo, a las leyes del movimiento y a los ideales en la cruzada contra el comunismo internacional. Un ejemplo recae en el presidente de honor del Partido Popular (PP), senador Manuel Fraga Iribarne. Y otro en el rey Juan Carlos I, quien se abstuvo de jurar la Constitución vigente de 1978 para no cometer perjuro. En su defecto estampó su firma.

Muchos dirigentes del franquismo siguen activos, pero tapan sus vergüenzas con el argumento de haber formado parte de los franquistas dialogantes. Entre ellos tenemos al presidente de honor del Comité Olímpico Internacional, Juan Antonio Samaranch, cuyos comienzos políticos los encontramos en la Falange Española Tradicionalista y las JONS. Gracias a ello, fue procurador en las Cortes en las últimas tres legislaturas del franquismo (1964-1977) y presidente de la diputación provincial de Barcelona (1973 y 1977). Por los servicios prestados a la patria, el rey le concedió el título de marqués de Samaranch en 1991 y en 2000 la orden Isabel la Católica, la más alta distinción del reino.

Otro caso es el de Rodolfo Martín Villa. De estudiante fue designado, en 1962, jefe nacional del Sindicato Español Universitario. Más tarde lo vemos como gobernador civil y jefe provincial del Movimiento de Barcelona, y en 1975, periodo de descomposición franquista, el generalísimo lo nombra ministro de Relaciones Sindicales. Hoy es reivindicado como demócrata ejemplar: presidente de Honor de Endesa y de Sogecable, cuyo holding incluye el grupo Prisa, editor de El País. En 1977 fue ministro del Interior durante el primer gobierno de Adolfo Suárez, cargo que aprovechó para ordenar la destrucción de archivos de la Falange con gran parte de la historia represiva que él ejerció durante sus años de gobernador civil.

Podríamos seguir, pero con éstos es suficiente. Ellos no renunciaron a los ideales que dieron vida al régimen franquista. ¿Por qué, si siguen en el poder? Su arrogancia los hace perder el sitio y en ocasiones lanzan diatribas contra leyes que buscan rescatar la memoria histórica y el reconocimiento de crímenes de lesa humanidad cometidos durante el franquismo. Sus caras enrojecen de odio y deciden patear el tablero recurriendo a judicializar la política. Y así la continuidad del orden franquista toma cuerpo en jueces y magistrados. Emergen lealtades espurias que cuestionan la obligada independencia del Poder Judicial. Así, el presidente del Tribunal Supremo y del Consejo General del Poder Judicial, Eduardo Divar, juró los principios del movimiento y su lealtad a Francisco Franco, expresando que dicho “juramento no es meramente ritual, supone –dijo– adhesión incondicional al caudillo”.

Mantener, sin excepción, jueces comprometidos con el régimen fascista ha supuesto un conflicto de intereses al juzgar la violación de los derechos humanos cometidos durante la dictadura. La mayoría de los actuales magistrados del tribunal supremo iniciaron su carrera aplicando leyes represivas del franquismo, razón más que suficiente para impedir el desarrollo de la ley de la memoria histórica, ya de por sí descafeinada. Para ellos, su aplicación lleva a traicionar los pactos de la transición.

Por esos años, el PSOE y el Partido Comunista, a cambio de su legalización, negociaron una ley de punto final, asumiendo el compromiso de no investigar los crímenes del franquismo y siguieron existiendo dos tipos de muertos: los reconocidos por el régimen y los otros. Los primeros gozan de santuarios y se les rindieron homenajes durante el régimen fascista en actos oficiales. Los otros no tienen nombre ni apellido. Fueron enterrados en fosas comunes, caminos rurales o extramuros de pueblos y ciudades; se les arrebató su honra y dignidad.

En la España del siglo XXI aún hay calles y plazas con el nombre de los alzados y monolitos erigidos en su honor. Los muertos del bando constitucional y republicano siguen demonizados, considerados asesinos de curas y enemigos de la patria. Según un estudio del historiador Josep Fontana, Naturaleza y consecuencias del franquismo, la cifra barajada grosso modo de los otros, dada la dificultad que implica la investigación, entre otras cosas, por la negativa a exonerar cadáveres y aplicar la ley de memoria histórica, supera 175 mil personas. De esta cifra, fueron fusiladas 23 mil al finalizar la guerra. Sin embargo, el dato sólo es aproximado, pues muchos otros fusilados no pueden contabilizarse porque engrosaron las filas de fallecidos por choque con la fuerza pública, ordenándose el traslado a los depósitos correspondientes sin autopsia para proceder rápidamente a su enterramiento.

No cabe duda, los intereses creados y los compromisos adquiridos para no destapar los asesinatos políticos del franquismo son muchos. Razón suficiente para bloquear iniciativas que supongan investigar la verdad. Y si un juez, en este caso Baltasar Garzón, más allá de su controvertida personalidad y actuaciones, considera legítimo abrir causa, deberá atenerse a las consecuencias. Así, los poderes fácticos dan su visto bueno para interponer querellas espurias tendentes a inhabilitar y pedir su expulsión de la carrera judicial. Con estos mimbres lo sientan en el banquillo, dando por buena la querella de la Falange española y el sindicato ultraderechista: manos limpias. De esta guisa transmiten un mensaje sin ambigüedad: no se permitirán pesquisas para investigar crímenes políticos en la dictadura. La razón es de peso: los puede salpicar y el poder político no está en condiciones de tolerar. Así se comprende la confabulación entre magistrados, fiscales, el PP, un sector del PSOE y del gobierno para que todo siga bien atado. Ya lo dijo Franco: a los españoles no se les puede dejar solos.