Opinión
Ver día anteriorSábado 17 de abril de 2010Ver día siguienteEdiciones anteriores
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La República fragmentada: humores y actores
P

ara Monsi

El caso Paulette y el debate sobre cómo construir mayorías a partir de las reglas electorales son un síntoma y un síndrome.

El primero es un síntoma desde el corazón de la sociedad; el segundo un síndrome que afecta a la clase política.

Las sociedades se conmueven ante hechos como los que rodearon la misteriosa muerte de la niña. Encuentran una conexión afectiva. El contexto en el cual se da dicha conexión es uno de violencia, crispación social y, sobre todo, incertidumbre derivada de la falta de empleos, de oportunidades, de perspectivas. Karl Mannheim hablaba de un fenómeno social denominado quiliaismo, que caracterizaba como momentos de transición a la modernización, donde las sociedades perdían sus certidumbres simbólicas y valorativas.

Si algo mide el estado de ánimo en la sociedad son las muy diversas encuestas cuyos indicadores reiteradamente expresan desánimo, pesimismo hacia el futuro y escepticismo a la capacidad del gobierno para enfrentar la crisis. Este estado de ánimo pesimista y depresivo ha estado presente desde 2003, como bien indica por ejemplo el Latinobarómetro.

Otro ámbito de esta República fragmentada, el de la clase política y sus publicistas está entrampado en una discusión que se expresa en clave de ingeniería electoral, aunque transporta diagnósticos divergentes sobre la calidad de nuestra democracia y su futuro. Para algunos la transición se dio demasiado rápida y sin atención a aspectos centrales de gobernabilidad. Desearían corregir lo anterior con una fórmula del pasado: mayorías legislativas afines al Poder Ejecutivo. Los más nostálgicos añoran restablecer la dinámica del partido hegemónico, los más perspicaces piensan en un regreso al futuro: Presidencia fuerte con mayoría bipartidista.

El contenido de la restauración conservadora se calibra adecuadamente cuando quienes buscan construir esas mayorías artificiales explican su diagnóstico y proponen las reformas estructurales que impulsarían con esa mayoría soñada.

La clase política sí se encuentra paralizada, pero no en el Poder Legislativo. Éste incluso ha votado leyes de gran calado, como lo recientemente aprobado respecto a los derechos humanos.

Algunos actores reclaman al Congreso lo que debería ser su propia tarea política: convencer a la ciudadanía sobre las bondades de reformas como la privatización de Pemex o el IVA en alimentos y medicinas, por mencionar algunas paradigmáticas. Un segmento de la clase política sabe que el statu quo profundiza la decadencia administrada que ha sufrido el país en los últimos 15 años. Algunos proponen otras vías en el terreno de la reforma energética, la fiscal, o la política. Son tan estructurales estas propuestas como las que se nos presentan como las únicas vías.

La parálisis no está en un solo órgano del Estado. Permea, atrapa y perturba al conjunto del Estado y de la sociedad. Su origen está en una clase política que ha renunciado a su tarea central: la construcción de acuerdos de largo plazo. Para esto se requieren diálogos a partir de una participación consistente y decisiva de ciudadanos activos. Se requiere inclusión y deliberación, no soliloquios.

No se propone gobernar por consenso, aunque éstos son indispensables para establecer un piso de común entendimiento. Se trata, en cambio, de desechar la vieja idea que nos viene de las dos ideologías frías: la estalinista y la neoliberal. No existen mayorías homogéneas ni pre-existentes. Fabricarlas llevaría a lo que se pretende evitar: la ingobernabilidad.

Existen minorías fluidas, definidas por temas y humores. Esta suma de minorías es la esencia de la política moderna. Por ello, tejer acuerdos es tarea política central, difícil y ardua, que florece con la persistencia. Ni filósofos o gerentes a cargo del Estado, ni alquimistas del diseño institucional. Políticos con convicciones y oficio. Ciudadanos libres.