17 de abril de 2010     Número 31

Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER

Suplemento Informativo de La Jornada


ILUSTRACIÓN: Tropa Vieja, de Urquizo.
Versión en historieta de A. Cardoso

La tierra y el que la trabaja

Derechos territoriales y reforma agraria

La tierra es la condición que hace posible nuestro trabajo productivo, pero la tierra son también sus recursos superficiales y profundos, y la tierra es el territorio de las autonomías indias y los autogobiernos mestizos. Pero ante todo la tierra es raíz, es vida, es cultura...
Manifiesto de Xochimilco. Movimiento Indígena y Campesino Mesoamericano

Todas las comunidades humanas interactúan con la naturaleza circundante y forman parte de sistemas agroecológicos que las sustentan. De ahí que todas sean directa o indirectamente territoriales y tengan derechos territoriales.

Unitaria y orgánica, esta interacción tiene diversas dimensiones. Una es el abigarrado entrevero de hombres y ecosistemas localizados. Otra, la producción de bienes y servicios, en donde los elementos del entorno natural social –tierras, aguas, biodiversidad, saberes, capacidades, infraestructura y equipamiento– aparecen como medios y objetos de trabajo. Otra más surge cuando en su labor transformadora los hombres se relacionan entre sí definiendo normas de convivencia y estableciendo nexos sociales y políticos. Y está por último la que se origina en la interacción con el medio en tanto que es práctica simbólica que otorga significados, asigna valores y define espacios culturales.

Porque se hace terruño al andar , en su múltiple trajín las comunidades humanas construyen su hábitat. Espacio agroecológico, económico, sociopolítico e imaginario; ámbito territorialmente delimitado en las comunidades sedentarias y extendido si no es que discontinuo en las nómadas o que dispersó la diáspora.

Espacio unificado por el sujeto colectivo que lo conforma pero aprehensible mediante diferentes códigos: regionalizaciones agroecológicas, planos catastrales, cartografías políticas, mapeos lingüísticos o culturales.

Los pobladores del Valle de México, por ejemplo, habitamos una cuenca lacustre en mala hora desecada, conformamos una monstruosa conurbación metropolitana donde predominan la industria y los servicios, pertenecemos a diversas y abigarradas circunscripciones políticas y, pese a nuestra proverbial policromía, somos irremediablemente chilangos.

Pero más allá de cartas de uso del suelo, mapas políticos y guías Roji el hecho es que las comunidades somos inseparables del territorio que habitamos, del sitio donde trabajamos, del lugares donde votamos o nos abstenemos, de las calles y plazas donde protestamos contra el mal gobierno, de los ámbitos entrañables que guardan nuestro ombligo y arropan a nuestros ancestros o cuando menos conservan nuestros recuerdos.

Las colectividades no ocupamos espacios preexistentes, las colectividades somos el entorno que hemos construido, somos el territorio que hemos inventado. Y tenemos derecho a este territorio. Derecho a que se nos reconozca como usufructuarios y preservadores de un específico ecosistema, como dueños de la parcela que cultivamos y del lote que habitamos, como usuarios de las calles que caminamos, como ciudadanos de la localidad donde vivimos, como portadores de la cultura que nos identifica. Las comunidades tenemos derechos territoriales y en la centuria pasada la reivindicación de estos derechos dio lugar a revoluciones campesinas y reformas agrarias.

El siglo XX despertó desmañanado por los perentorios gritos de ¡Zemlia i Volia! ¡Tierra y libertad! , que hermanan a los narodniki rusos con los zapatistas mexicanos, se desayunó leyendo la crónica de dos grandes revoluciones campesinas y le llegó la noche en medio de un renovado entrampe del mundo rural. Al alba del siglo XXI el malestar agrario no ha remitido y los campesinos reclaman de nueva cuenta tierra y libertad, zemlia i volia. En el amanecer del tercer milenio la reforma agraria es aún asignatura pendiente.

Pero ya no es la misma reforma. Las mudanzas agrarias del pasado siglo crearon situaciones nuevas que plantean desafíos inéditos. Las transformaciones rurales del milenio en curso demandan paradigmas de repuesto.

La reforma agraria de antes debía abolir las formas de propiedad del “viejo régimen” propiciando el desarrollo de la agricultura y de la economía capitalista en su conjunto y, si era impulsada desde abajo por los campesinos, adoptaba un talante justiciero, suponía repartos territoriales más o menos extensos y con frecuencia apostaba a una acumulación de capital agrario basada en el trabajo propio, sea por una vía familiar tipo farmer o por medio de cooperativas.

Sin embargo en muchos países la estructura agraria “señorial” no provenía del “viejo régimen” sino del moderno colonialismo capitalista, siempre proclive al saqueo y los modos serviles de expoliación. Entonces la reforma agraria se insertaba en la lucha por la independencia y la expropiación de latifundios extranjeros era parte del programa de “liberación nacional”.

Con el “socialismo real”, que se estableció mayormente en países agrarios y en deuda con el “viejo régimen”, el siglo XX buscó soslayar los padecimientos del “despegue” capitalista transitando a la modernidad por una vía alterna. Así, las reformas democrático-burguesas se empalmaron con trasformaciones poscapitalistas y en el campo la conversión agraria antifeudal se entreveró con la progresiva implantación del socialismo rural encarnado en empresas estatales y cooperativas.

Finalmente, después de la segunda guerra mundial, la regulación de la economía por el Estado se generalizó incluso en el mundo capitalista y en muchos países periféricos se impulsaron reformas rurales fuertemente intervenidas por la burocracia y las paraestatales, lo que por un tiempo hizo poco discernibles los modelos agrarios socialistas, del semiestatizado campo de ciertos países de “economía mixta”.

Así, en menos de cien años el programa de la reforma agraria se fue haciendo más diverso y complejo: a la misión original de abolir el viejo régimen de propiedad se sumó la descolonización del campo y se le añadieron diversos modelos de reordenamiento rural, unos destinados a propiciar el desarrollo del capitalismo y otros a favorecer la acumulación originaria socialista. De esta manera, la reforma agraria pasó de ser ajuste de cuentas con los remanentes del régimen feudal a ser también premisa de las experiencias poscapitalistas del siglo XX.

Pero en el último cuarto de la pasada centuria se desmoronaron el “socialismo real” y el “Estado de bienestar”, Marx y Keynes salieron de las bibliografías y cobró fuerza una contrarreforma agraria neoliberal que favorecía la agroexportación sobre la soberanía alimentaria, privatizaba paraestatales, suprimía regulaciones y propiciaba la reconcentración de la tierra. Paradójicamente la apuesta librecambista no se dio tanto en las economías más fuertes –que protegieron sus agriculturas– como en las menos desarrolladas, que en muchos casos desmantelaron la producción de alimentos.

En la década pasada el paradigma neoliberal topó con pared y sus recetas están siendo fuertemente cuestionadas. La crisis de los alimentos de 2007 y 2008 mostró que la total “libertad de mercado” tiene efectos perniciosos en un mundo de bloques y monopolios pero más aún en el sector agropecuario, del que depende la alimentación, es decir la vida humana, y en un ámbito ecológico donde la diversidad natural es incompatible con la uniformidad productiva.

Una nueva reforma agraria global comienza a perfilarse y se anuncia más profunda que las del pasado pues incluye nuevos derechos territoriales. Los campesinos siguen reclamando tierras de cultivo, pero desde hace rato exigen también condiciones técnico-económicas que les permitan vivir dignamente de sus cosechas sin degradar el medio, demandan el derecho al usufructo de los recursos naturales y de los ecosistemas que están a su cuidado, reivindican el derecho a preservar y reproducir sus culturas y defienden el derecho a autogobernarse en los ámbitos a veces ancestrales donde habitan.

Reclaman, en fin, un multidimensional derecho al territorio que, por su énfasis en la reproducción de la vida, en el cuidado del medio ambiente con aprovechamientos diversificados y en la preservación de los saberes y de la cultura, es una reivindicación con enfoque de género: una mudanza rural con rostro de mujer donde ellas y ellos ahora sí deberán tener los mismos derechos.

Pero no por poner al día el programa agrario de la humanidad olvidemos que en muchos países la vieja reforma antilatifundista y descolonizadora está pendiente, que en el amanecer del tercer milenio millones de trabajadores rurales sin tierra siguen demandando dignidad y reparto agrario: ¡Zemlia i volia!, ¡Tierra y libertad!